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Columna
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Plaza del Ángel

Vicente Molina Foix

No es de las más hermosas de Madrid, y de hecho ni siquiera llega a serlo, urbanísticamente hablando, pues más parece el vaso comunicante entre las plazas de Jacinto Benavente y Santa Ana. Aun así está entre mis preferidas dentro del repertorio plazístico de la ciudad, y no sólo por su nomenclatura celeste. Mirándola desde el este, la plaza del Ángel tiene una forma de redoma que no invita a quedarse en ella, y menos a recogerse.

Ahora bien, esa apariencia de no-plaza también le evita la pesadez estentórea que adquiere, sobre todo en los meses estivales, su vecina Santa Ana, que parece estar pidiendo a gritos la afluencia de grupos de turistas anglosajones, siempre en busca del arca llena de cerveza o el gintonic servido al modo generoso de los bares españoles.

El edificio del antiguo hotel Reina Victoria es seguramente el más vienés de Madrid

Y tampoco posee el aura misteriosa de la pequeña y no lejana plaza del marqués viudo de Pontejos, que une, a sus cada vez más desusados comercios de pasamanería, el enigma de esa viudedad nobiliaria.

Por tan anómala morfología, no hay en la plaza del Ángel fachadas que en la perspectiva deslumbren, aunque sí da cabida a un amplio lateral del hotel Reina Victoria, hoy rebautizado -si entiendo bien su rótulo- Me by Meliá (sic), y de noche iluminado en una tonalidad que podríamos llamar purple velvet (terciopelo púrpura). El edificio, levantado a partir de 1917 según los planos del arquitecto Carrasco-Muñoz, es seguramente el más vienés de Madrid, quizá porque se construyó para albergar unos grandes almacenes modelados en el estilo grancomercial centroeuropeo entonces preponderante. En la esquina franca de Santa Ana y la plaza del Ángel está el impresionante torreón cuadrado con columnata circular sobre el que destaca uno de los hitos de la ciudad, el lucernario que originalmente, se dice, iba a ser el reclamo publicitario de la firma, Almacenes Simeón, que mandó construirlo.

Tengo la costumbre de mirar a ese faro terrestre no sólo por lo que me gusta su forma, sino por un reflejo condicionado; en la plaza del Ángel acostumbro, siempre que paso por allí, a alzar los ojos hacia donde vive, a pocos metros del torreón del hotel y también en lo alto, Berta Riaza, que hace unas semanas recibió en Mérida el Premio Scaena.

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Berta Riaza, sin duda una de las más grandes actrices de este país, ya se ha retirado de las tablas, aunque no por fortuna de la vida pública; se la suele ver en los estrenos teatrales, atenta y curiosa, y desprovista del colmillo retorcido que otros colegas de profesión pueden mostrar en esas ocasiones. La vi, hace poco más de dos meses, sentada entre el público de la estupenda lectura dramatizada de unas piezas cortas de Antonin Artaud que María Ruiz montó en La Casa Encendida, coincidiendo con la exposición que allí había del escritor francés, y en la que, junto a otros magníficos actores de distintas generaciones (José Pedro Carrión, Enrique Alcides, Pablo Rivero), intervenía Julieta Serrano, amiga íntima y convecina de Berta en la plaza del Ángel.

Tuve el privilegio, en los años en que fui director literario del Centro Dramático Nacional cuando lo regía José Carlos Plaza, de tratar de cerca a la que llamaremos la Riaza, dándole el rango que se merece, aunque el artículo lleve implícita una pomposidad de la que ella carece. La había visto actuar muchas veces antes, y recordaba, como tantos españoles de distinta edad, sus frecuentes apariciones en Estudio 1, el programa de telefilmaciones de TVE que, con una notable calidad media, difundía grandes textos escénicos (el Ente ha hablado, por cierto, de resucitar ahora algo similar, si bien la iniciativa no parece haber cuajado, y cuando hace un par de años se intentó tuvimos que sufrir, frente a los Chéjov o Schiller de antaño, dos bodrios de Alfonso Sastre y un tal García May). Pero en esa etapa en el María Guerrero a que me refiero, la Riaza, sin dejar de maravillarme en cada una de las interpretaciones que le vi (la Gertrudis de Hamlet, la Doña María de las Comedias bárbaras, la Clitemnestra de La Orestíada), daba también fuera del escenario, sin engolar la voz ni ponerse profesoral, lecciones de historia del teatro.

Un día me contó una anécdota que nunca he olvidado. La Riaza no tiene el espíritu agrio de las feministas recalcitrantes, pero lamentaba, sin quitarle humor al relato, la reseña a un montaje de El rey Lear en el que ella interpretaba a una de las hijas del monarca, y que apareció en el diario nacional más leído en la época; el autor, un pope de la crítica teatral de los años sesenta, después de dedicar varios párrafos a ponderar los méritos de los protagonistas masculinos, añadía: "Las chicas, bien". Ella es sin duda una de las chicas infalibles de la escena española del siglo XX, y sólo lamento que la industria del cine, tan injusta a veces como los críticos, no haya explotado más su físico singular, su presencia y su incomparable voz, para que los espectadores que desconozcan en vivo el inmenso talento de Berta Riaza pudieran disfrutar en las pantallas -sean las que sean en el futuro- de esa alada figura terrena que vive en la plaza del Ángel.

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