La deshonra de un país
"Uno se acostumbra a que las cosas sean cada vez más difíciles, ya no se sorprende de que lo que era todo lo difícil que podía ser pueda ser más difícil todavía", escribe J. M. Coetzee en las últimas páginas de Desgracia, su obra cumbre. El autor surafricano, premio Nobel de Literatura en 2003, resume con esta frase repleta de verbos no ya lo que puede significar la caída en desgracia de un hombre, de un grupo, de la humanidad, sino más bien lo que conlleva la deshonra de haber sufrido una determinada experiencia. La errónea traducción del original Disgrace puede llevar a ver su novela, y su adaptación cinematográfica que hoy se estrena, como una reflexión sobre la fatalidad, pero en realidad estamos ante la simbología de la vergüenza: la de un profesor que ve morir sus días de triunfo intelectual, personal y sexual; la de su hija, una mujer con aires de independencia que quedará marcada por el oprobio, y también la de un país que se ve obligado a reconciliarse, pero que ha quedado manchado para siempre por la huella del racismo, del apartheid, de la tortura, de la sangre.
DESGRACIA
Dirección: Steve Jacobs.
Intérpretes: John Malkovich, Jessica Haines, Fiona Press, Eriq Ebouaney. Género: drama. Australia-Suráfrica, 2008. Duración: 120 minutos.
Coetzee, como su protagonista, vivió el purgatorio con Desgracia. Los amantes de la corrección política lo acusaron de racista porque los personajes negros sólo hacen acto de aparición para remover las vidas de los blancos. Para mal. A eso se le llama tener una visión superficial de una obra; Desgracia es la constatación de que la reconciliación es imposible sin un peaje para ambas partes, y quizá por ello resulte tan complicado entender algunos de los comportamientos de los personajes, especialmente el de la hija en la parte final de la historia. Ahí radicaba la parte más problemática del libro y ahí surgen también las dudas en la película. ¿Puede un ser humano reaccionar como lo hace esa mujer tras la masacre? Desde luego que el desenlace funciona de forma ejemplar como metonimia de la obligada cohabitación entre víctimas y verdugos en la Suráfrica pos-apartheid, pero de ahí a que el lector-espectador entienda tal actitud hay un trecho, algo que se acrecienta por la antipatía que parece sentir Coetzee por sus criaturas. Así, lo que en el libro resultaba demoledor, en su puesta en imágenes se convierte directamente en enojoso. Se ve que Steve Jacobs, director de la película, siente un gran respeto por la letra de Coetzee. Quizá demasiado. Su traslación es tan fiel que su trabajo es correcto, aunque se acerque a la literatura filmada. Jacobs pretende convertir en cine la prosa sobria, desnuda, sin anclajes melodramáticos de Coetzee. No lo consigue del todo: la desnudez tiene poco que ver con el academicismo y la gelidez.
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