"¡Quita p'allá, Russell Crowe!"
El patrón de los patronos vuelve a la escena galleando. Entretanto, el inefable Federico Trillo, el del Yak, da cobertura jurídica a la cuerda de figurantes de la trama Gürtel, encabezados por la homérica Rita Barberá
José K. se ha comprado un bastón. No es que necesite arrimo alguno, no, pero considera nuestro amigo que le mejora el perfil y le estiliza la silueta, un punto montaraz. Y aunque el apoyo ha sido adquirido a un coste modesto en la expendeduría de un chamarilero amigo, no deja de tener su punto garboso, que contribuye a dotar al porte general de una majeza de la que antes carecía.
Tiene, además, el tiento una cualidad añadida, y José K. disfruta con ella: agitado con carácter, todo el conjunto, persona y cayado, adquieren un aspecto amenazante que cuadra a la perfección con el tono admonitorio que el propietario de la clava gusta de imprimir a sus filípicas.
Así que, caminando despacito por la sombra, nuestro hombre cavila sobre dos cosas: por qué un juez muy importante cree que sus creencias irracionales y atávicas merecen más respeto que las leyes que se han dado los hombres en su proceso de civilización y, segundo, cuán largo se le va a hacer el ardiente verano. Escaso de capital -sea o no circulante-, piensa pasar el estío en un ajetreado ir y venir entre la búsqueda urbana de la sombra y el aire acondicionado del metro y los grandes almacenes.
¡Qué abuso el de estos trabajadores! ¡De cuántos privilegios gozan! ¡Qué lujo el subsidio!
¿A quién no le regalan trajes o bolso de lujo unos señores que están en la cárcel?
Deberá tomar precauciones, se dice, tales como cubrirse la testa, salir de casa bien hidratado, armarse del báculo por si acaso y, sobre todo se cuidará, se advierte a sí mismo, de encontrarse en cualquier rincón solitario con asaltadores de caminos o, en su defecto, con tipos como el patrón de los patrones. Hace apenas un año, acurrucados en un rincón, agobiados por la que caía, temerosos de que las leyes cayeran sobre la cabeza de los truhanes, estos grandes hombres clamaban por un paréntesis en el libre mercado -papá Estado, sálvanos un tiempito, que ya volveremos-, y ahora, a la vista de que nada, absolutamente nada, les ha pasado a tanto y tanto delincuente de cuello blanco, gallean de nuevo y, luciendo sus ricos plumajes, exigen cambios radicales en las contrataciones y el despido, estos sí para siempre, que acaben con unas normas laborales tan rígidas y tan injustas que sólo permiten la existencia de más de cuatro millones de parados. ¡Qué abuso el de estos trabajadores! ¡De cuántos privilegios gozan! ¡Qué lujo disfrutar del subsidio de desempleo!
Sin prisas, nadie le empuja, nadie le espera, José K. ha llegado a su mesa de siempre en el café de siempre, justo debajo del ventilador milagroso. Mundano y garboso, o al menos así se ve, da unos golpecitos en la mesa con el bordón, y aguarda a que el camarero le traiga su cortado y, en estas fechas, un vaso de agua fresca. Ya instalado, cavila que el verano tiene sus cosas: calienta el seso, aviva el hormiguillo de la mala leche y aplana la inteligencia.
Por ejemplo: acaba de leer en la siempre muy docta sección de Internacional de su periódico, que circula en Estados Unidos una campaña de la extrema derecha para demostrar que Obama no es estadounidense, sino keniano. Los tontos conspirativos -que siempre unen a su estulticia la sevicia de los malvados- han cumplido cuarenta años con sus teorías sobre el alunizaje. Aquí, en España, sus equivalentes en majadería y ruindad, pertrechados de un rostro de silestone, tirantes estridentes y arropados por secuaces de lucida toga, se emplean a fondo en titadines y demás bazofias. Peste de miserables, clama nuestro hombre mientras acaricia la cachava.
Acunado por el runrún del ventilador, medio aletargado por el calorcillo, adormecido por el silencio del local vacío, José K. ve desfilar los monstruos de la razón uno a uno. El desfile de esta peculiar corte de los milagros la encabeza, presten atención, señoras y señores, niños y niñas, militares sin graduación, la alcaldesa de Valencia, la gran y homérica Rita Barberá. Pobre mujer, que quizá aquejada por alguna disfunción en el sistema óptico que desconocemos -¿el cristalino, el iris, o quizá la fóvea o el canal hialoideo?-, apenas si distingue entre un bolso rojo de Louis Vuitton que vale una pastuqui y unas anchoas de Santoña.
Nada sorprendente, por cierto, ya que tampoco apreciaba diferencia entre el muy respetable presidente de la Comunidad Cántabra y los chorizos que hozan en una trama corrupta. Por eso a la bizarra alcaldesa le parece normal que a ella misma, o al señor Camps y a otros dirigentes del PP valenciano, tales individuos les quieran un huevo y les llenen los armarios de ricos presentes. Lo normal, vaya. ¿A quién no le regalan trajes o bolso de lujo unos señores que están en la cárcel?
Tras esta visión ya se darán cuenta de que José K. ve a la espalda de la alcaldesa en esta divertida conga al very honest president of the Generalitat, enfundado en un distinguido terno del que se le van cayendo trabillas italianas y algunas monedillas, quizá provenientes de la recaudación diaria de la farmacia de su señora. Va un poco molesto, sí, porque los jueces no han entendido su gran hallazgo de reírse del Estado de derecho, bien mintiendo sobre regalos o bien creando el engendro pedagógico de impartir Educación para la Ciudadanía en inglés.
Acompañándole, y como él mismo dijo, delante, detrás o a un lado, no se aprecia bien, al Mariano Rajoy que no se despeina por haber tenido hasta ahora en despacho anexo y en el cargo de tesorero, esto es, el que controla todos los cuartos del partido, incluso los gastos del presidente, al muy aficionado al arte y experto en Bolsa Luis Bárcenas. Parece menos desenvuelto en esta cuerda de esforzados, quizá porque se le ve ocupado en recoger del suelo aquellas monedas que se le caían a Camps. Para el retiro.
No se olvida José K. de Federico Trillo, no. Es que le guarda un hueco especial. Se merece el ex ministro, tan gallardo, un lugar de honor en cualquier deslumbrante Shangri-Lá, Valhalla o Xanadú, paraísos en los que corren los ríos de leche y miel y no se estrellan los Yak-42. Allí tiene reservado un trono singular, ricamente decorado por artesanos españoles, quizá familiares de aquellos militares que él despreció, y orfebres turcos, primos, cuñados o simplemente conocidos de aquellos forenses que él insultó.
Este barbián, tan devoto y pío como aquel juez, leguleyo experto en embarrar lo que toca, ha asumido con su desenfado habitual -lleva décadas haciéndolo- la defensa ¿jurídica? de tanto malandrín. Digno abogado para causa tan innoble. Dispuesto a todo, qué no aguantará una confesión como dios manda en la catedral de Alicante, ya ha empezado su trabajo: los trajes los lucen los periodistas del grupo que edita este periódico, y los bolsos de colores, el ministro del Interior y todos los agentes. Ridículo, claro, pero José K. no se atreve a asegurar que estos casos no lleguen a caer en manos de señores jueces que antepongan sus creencias mágicas, ideológicas o personales a la ley. Si lo hace el presidente del Consejo del Poder Judicial, ¿qué impide tal aberración a un juez de a pie?
"Uri, vinciri, verberari, ferroque necari", era el juramento de los gladiadores: "Soportaré ser quemado, atado, golpeado y muerto a espada". En la ensoñación del reverbero asfixiante de la canícula, José K. acaricia la vara como si fuera la espada vengadora y rememora a Maximus Decimus Meridius en el Gladiator de Ridley Scott. Después, en casa, se asoma al espejo y observa sus carnisecas canillas, el bíceps esmirriado y la tableta de la cintura más bien asemejada a una onza de chocolate, sí, pero expuesta todo el día al sol del verano ecijano.
"Quita p'allá, Russell Crowe", se dice melancólico José K. Y piensa: qué misión imposible ganar a los poderosos de siempre, a los ricos codiciosos, a los cínicos sin escrúpulos, a los bergantes y felones que hacen de la mentira su santo y seña. Así que se da la vuelta y agita el bastón. Pero como Charlot.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.