Pesimismo
El presidente Montilla ha dicho que Cataluña tiene que abandonar el pesimismo crónico. Es razonable. Pero esta afirmación es contradictoria con el gesto del presidente de ir a Madrid a agradecer "la generosidad política" de Zapatero y del PSOE que ha hecho posible el pacto de financiación. Se puede entender la clave electoral de este agradecimiento: Montilla sabe que para ser reelegido necesita el voto de aquellos a los que Felipe González llamaba "mi gente" y que acuden prestos a votar PSOE en las generales pero siguen siendo reacios a apoyar al PSC en las autonómicas. Pero, en cualquier caso, no ayuda a desterrar el pesimismo. ¿Qué es lo que agradece Montilla a Zapatero? Que, a trancas y barrancas, haya aceptado cumplir, con más o menos matices, las disposiciones de una ley orgánica del Estado que se llama Estatut de Catalunya. Se puede argumentar que si el PP hubiese estado en el gobierno hubiese sido imposible. En la medida en que el Estatut está recurrido por el PP ante el Constitucional la duda parece razonable. Pero desde luego no anima el optimismo que tengamos que agradecer a quien manda en Madrid que cumpla, con más o menos matices, una ley pactada con este mismo gobierno. El gesto de Montilla expresa bien la dualidad identitaria de un partido que, quiérase o no, cuando se presenta a las generales es el PSOE y cuando se presenta a las autonómicas es el PSC.
No genera optimismo que debamos agradecer a quien manda en Madrid que cumpla una ley orgánica del Estado
El tripartito ha sido ciertamente un devorador de personas y de proyectos. Primero cayó Carod, después de haber dado a ERC el relato ganador que desde la transición nunca había encontrado. Más tarde fue Maragall, al que se le escapó de las manos su propia apuesta estatutaria, en un episodio en que el fuego enemigo y el fuego amigo se confundieron más de una vez. Ahora, ha sido Saura, que intentó transformar la cultura de resistencia de su partido en cultura de gobierno, hasta quemarse en la consejería de Interior, donde unos le han visto como demasiado amigo de los policías y otros demasiado deudor de la política callejera. Una de las paradojas de esta aventura es que la alianza del PSC con un partido independentista y con un partido nacionalista de izquierdas ha provocado el silencio casi absoluto del sector del partido que tradicionalmente había enarbolado la bandera del catalanismo en su larga espera en la antesala del poder. Sólo el consejero Castells ha mantenido viva esta voz. ¿Cómo hay que interpretar este hecho? Unos entenderán que un sector más catalanista diferenciado carece de sentido en un partido que ha asumido el catalanismo como componente ideológica esencial, otros lo verán como una muestra del proceso de españolización de la política catalana. La fuerza política de un país parte de la capacidad de inclusión. Y en este sentido es indudable que el tripartito significa una consolidación de la nación catalana, en la medida que ésta deja de ser patrimonio político de una sola ideología.
De momento, el PSC está soldado por la fuerza que da el poder. Pero necesita un relato que integre todo lo que representa. El presidente Montilla ha dicho que el pacto de financiación es un paso hacia un federalismo todavía muy imperfecto. El PSC hace tiempo que exhibe la etiqueta federalista. Sería ya hora de desarrollarla y precisarla, para saber si hay una vía posible entre la conllevancia y la independencia.
Todo induce a pensar que si el tripartito suma volverá a gobernar. Sin embargo, el tripartito comporta y comportará siempre malas vibraciones tanto para el PSC como para ERC, con culturas políticas demasiado diferentes. La estrategia de CiU es muy simple: CiU o tripartito, usted escoja, especulando con el miedo (que tiene mucho de miedo de clase) a ICV y a Esquerra. El PSC querría gobernar sin tripartito, porque sabe que el miedo limita su espacio de crecimiento, pero es consciente de que difícilmente podría conseguirlo. Sólo una minoría dentro del partido está por la mítica sociovergencia, que tanto gusta a los empresarios, siempre partidarios de simplificar la interlocución. Con los discursos de la equidistancia amortizados por falta de credibilidad, a poco más de un año de las elecciones, lo más razonable sería que el tripartito hiciera de su realidad virtud. Y en vez de desgastarse con ruidos innecesarios y falsas equidistancias sus miembros buscaran abiertamente su tercer mandato. Los ciudadanos tendrían las opciones claras: o un gobierno de CiU apoyado por el PP o la tercera edición del tripartito. Quizás está claridad ayudaría a superar el pesimismo.
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