Todos muy enfermitos
Vivimos en una sociedad hiperdiagnosticada e hipermedicada. En un mundo de enfermos imaginarios. Si llevamos una temporada de mucho trabajo y tensión, no es que estemos lógicamente cansados, sino que padecemos estrés (hay píldoras para ello). Si nos preocupa algún problema, que es otra situación de lo más normal porque sin duda la vida es problemática, lo que sucede es que sufrimos un ataque de angustia (también hay pastillas sanadoras). Después de las vacaciones está el síndrome posvacacional, que explica por qué al retornar al trabajo uno se siente alicaído. Cabría pensar que no es necesario explicar algo así, que el fastidio de abandonar la holganza y tener que volver a los madrugones es algo totalmente lógico, y que más bien lo enfermizo sería estar deseando regresar al tajo, pero, en fin, así, elevado a la pomposa categoría de síndrome, todos nos podemos sentir más merecedores de cuidados y más importantes. Luego también está el síndrome prevacacional, que debe de ser el estado general de la ciudadanía española en estos días. O el síndrome del lunes por la mañana.
"Considerar que el inevitable malestar y desconsuelo de la vida es una dolencia permite abrigar la ingenua esperanza de curarse"
Los síndromes dan mucho juego y pueden hacer que vastas multitudes queden convenientemente etiquetadas dentro de una patología. Como, por ejemplo, el síndrome premenstrual, que supuestamente nos convierte a las mujeres en tremendas arpías y del que he llegado a oír que se ha admitido como atenuante en algunos juicios contra mujeres homicidas, siempre que las acusadas se hubieran cargado a su víctima justo en esos días (estoy segura de que esto no es más que una leyenda urbana). O el síndrome del hijo único, que se supone que cataloga las patologías de comportamiento del que ha sido un niño sin hermanos. Claro que, como también existen los síndromes del hijo mayor, del hijo medio y del hijo pequeño, resulta que todos, absolutamente todos los humanos, independientemente del número de hermanos o del orden de nacimiento, estamos jeringados y sindromizados desde que venimos al mundo.
Si estamos algo tristes, simplemente alicaídos, con el ronroneo de algún problema o de alguna pena en la cabeza, solemos decir enseguida con unánime convicción que estamos deprimidos: por todos los santos, que la depresión es algo muy serio. Y si andamos un poco resfriados y moqueantes, solemos ascender de categoría nuestro malestar y decir que tenemos la gripe, una exageración que no conviene ir soltando en estos días de miedos epidémicos. Estar un poco rollizo, no digo ya obeso (que eso sí es una enfermedad), sino rellenito, es como padecer algo muy grave; y muchas personas que se creen gordas sin serlo se pasan la vida medicándose, tomando pastillas y diuréticos y bebedizos de hierbas repugnantes.
Por no hablar de los procesos naturales de la vida, que cada día son considerados más anormales y morbosos. Por ejemplo, la menopausia. Algo tan natural y tan inevitable como ese cambio orgánico es visto como una dolencia de la que hay que curarse; y así, durante años nos han inflado con tratamientos hormonales sustitutivos, hasta que se ha demostrado que esa supuesta e innecesaria cura lo que hacía era enfermar a las mujeres sanas. Los partos, ya se sabe, han sido patologizados de tal modo, que muchos acaban en la cirugía mayor de la cesárea sin que, al parecer, sea siempre necesario. Y la misma vejez está siendo contemplada como algo ajeno y enfermizo que hay que combatir desesperadamente, con una inacabable panoplia de tratamientos médicos contra la alopecia y la celulitis, contra la tonta tendencia de los pechos a desplomarse, contra las arrugas y las manchas y la flaccidez. Todo eso, que antes se llamaba envejecer, ahora viene a ser como pudrirse.
Habría que pensar qué ventaja tiene verse como un enfermo para que prospere tanto socialmente esta medicalización de la existencia. En el caso de las empresas farmacéuticas, la cosa está muy clara, naturalmente, y seguro que estas compañías tienen alguna responsabilidad en el asunto: hace un par de años se publicó que uno de los grandes laboratorios se había inventado una enfermedad (un síndrome de la timidez, creo recordar) para vender una nueva píldora. Pero además supongo que, en un mundo que, como el nuestro, cree en la dicha perpetua de los anuncios televisivos, considerar que el inevitable malestar y desconsuelo de la vida es una dolencia permite abrigar la ingenua esperanza de curarse. Somos como niños.
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