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Columna
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Provecta juventud

Se nos informaba hace unos días de que, según un estudio del Gobierno, los vascos no estamos preparados para retrasar nuestra edad de jubilación. Haría falta, al parecer, un cambio cultural para que aceptáramos una medida así. La información iba acompañada de una serie de datos interesantes, datos que serían por sí solos capaces de suscitar ese cambio si no toparan con el mal mismo que se pretende atajar. Dentro de veinte años, la mitad de los empleados de las empresas vascas tendrán más de 55 años. Ya, pero dentro de veinte años todos calvos, y a mí que me quiten lo bailao, y díganles a todos esos señores/as, ni más ni menos que la mitad de la población laboral, que tendrán que trabajar cinco años más de los previstos justo cuando empezaban a suspirar por liberarse. Bien, nos quedan unos años para mentalizarnos e ir asumiendo la idea, pero cuesta mucho desbaratar los sueños, y el sueño universal hoy, aquello que todos deseamos, es la jubilación. Ya no añoramos la juventud, que se ha convertido en una etapa conflictiva y ardua -razón por la que tampoco queremos tener hijos-; no, no la añoramos, sino que la deseamos, pues hemos descubierto que las mieles de la juventud, quién lo diría, se cosechan en la senectud.

No conozco a ningún jubilado que no confiese ser feliz, inmensamente dichoso, tanto más dichoso cuanto más en forma se halle, dato éste que suele estar en relación con la edad del informante. A los jubilados de 45 años la felicidad les exuda de manera insultante, son como niños y todo lo hacen por placer. Corren, bailan, estudian, se hacen jardineros o modelistas, sin otra finalidad que su propio disfrute, de manera que el quam minimum credula postero horaciano no cuenta apenas para ellos. Si el carpe diem iba acompañado de un canto a la juventud y una desconfianza en el futuro, hoy se han invertido las tornas y todos ansiamos que llegue el futuro para poder practicar, por fin, el carpe diem. Ya no decimos que seremos viejos, sino que seremos jóvenes, y ese anhelo lo mantiene incluso quien, lejos de tener la dicha de jubilarse a los 45, aún espera lograrlo a la edad reglamentaria y cumplir así su gratuita, libre, despreocupada realización. ¿Puede esperar lo mismo ningún joven?

Pues, para qué sirven los jóvenes y los niños, si no es para tener problemas y creárnoslos. Padecemos un grave déficit demográfico que amenaza a nuestra felicísima vetustez, pero la felicidad es nuestra guía y no tanto los cálculos a futuro, y los niños ya no nos hacen felices. ¿Y si los tuviéramos al final, tras habernos saciado de nuestra jubilada juvenalia? Tal vez una cuña publicitaria de la televisión de Hugo Chávez nos aporte la solución: "Tome refresco de Uvita para ser padre a los 100 años". Alguien ya se ocupará de ellos, tal vez el Estado. Y en caso contrario, que se fastidien hasta que les llegue el jubileo, esa gloria, esa feliz, achacosa, decrépita, infame juventud.

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