El tomate
Corrían los años ochenta cuando empezaron a llegarme ecos de las andanzas de Tomás, hijo menor del poeta Robert Graves. Aparecía en los fabulosos relatos de Deià, el Camelot bohemio de Mallorca, refugio de Kevin Ayers, Daevid Allen, Mati Klarwein y, bueno, Richard Branson. Según quién lo contara, Tomás Graves era fotógrafo, impresor artesanal o músico. "Un monstruo", me decían, capaz de tocar bajo, guitarra de blues o, asombro, el tres cubano.
Nunca nos hemos cruzado: pertenece a esa estirpe de músicos insurrectos que ignoraron las ofertas fáusticas del negocio discográfico, prefiriendo las distancias cortas del circuito local, donde ha animado la Pa Amb Oli Band, el dúo Sleepy Tom and Blind Leroy o Batanabó.
Así que aquellas descripciones eran reales. Hasta se quedaban cortas: Tomás Graves también funciona como escritor políglota. Su último libro es Tuning up at dawn: a memoir of music and Majorca, donde explica al público internacional las asombrosas transformaciones de las Baleares, de las miserias franquistas a la opulencia democrática.
La industria editorial alienta esa cantera anglo-hispana de la literatura de viajes, los testimonios de británicos afincados en nuestro país; ahí están los famosos libros de Chris Stewart, baterista de los primeros Genesis, sobre sus experiencias en las Alpujarras. Reconozco aquí y ahora mi debilidad por esas narraciones, una predisposición no ajena a la tradicional inseguridad española, que alimenta el secreto deseo de saber qué piensan los vecinos sobre nosotros. Aunque esa otredad no se aplica realmente a Tomás: aparte de su etapa como estudiante en Inglaterra, siempre ha vivido en España.
Tuning up at dawn es la crónica de un nativo, enriquecida por su privilegiado background. Su información resulta fiable, aunque confunda a Los Mustang con Los Sirex (y a Lone Star con Los Salvajes). Felizmente, Tomás carece de prejuicios rockeros y manifiesta una curiosidad natural que le permite conectar con los joteros de Teruel, colaborar con toscos cantautores reivindicativos o investigar el submundo de los picadors (ligones especializados en turistas extranjeras).
Especialmente perceptivas son las páginas dedicadas a los gitanos, con los que intima tras un concierto en el Centro Penitenciario de Mallorca. Sigue una inmersión total en una sociedad aparte: le rebautizan como El Tomate, le acogen en sus chabolas, le invitan al Culto e incluso toca en sus bodas.
Ya está integrado en un conjunto rumbero, Mimbre, que abandona cuando sus compañeros incorporan una implacable caja de ritmos ("testaruda como una mula, sin respeto por la dinámica de la música"). El Tomate es sensible a las ambigüedades del trato entre payos y gitanos: aguanta imposiciones de sus nuevos amigos ("aparentemente, yo debía pagar algún tipo de deuda histórica"). Acepta guardar a la hija de su guitarrista, cuando le visitan gitanos de la Península, para evitar que alguno decida llevársela por las bravas, aunque finalmente se planta cuando le pide que aloje en su casa unos gallos de pelea: demasiado ruidosos para un amante del silencio.
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