Parar, templar y mandar
Era bajo, enteco y malcarado. Poco dotado físicamente, estaba provisto de un valor sin fisuras, de una ambición sin límites y de un talento original y profundo, que le hizo suplir su falta de condiciones físicas con un cambio total en la concepción del toreo, con una innovación radical de su técnica y con una sustitución completa de su canon artístico. Era de Sevilla y se llamaba Juan Belmonte. Su revolución -como toda revolución que se precie- se concretó en una tríada -parar, templar y mandar-, que hizo trizas la vieja máxima de Lagartijo, "o te quitas tú o te quita el toro", para sustituirla por otra: "ni te quitas tú ni te quita el toro, si sabes torear". Se trata de dominar la situación con inteligencia, para extraer de ella lo mejor que encierra, con resolución en el empeño y elegancia en la ejecución.
En política sería calma para entender, moderación para resolver y decisión para ejecutar
¿Son aplicables estas reglas a la política? Sin duda, dado que son la concreción de un proceder con valor universal, que pone el acento en la calma para entender, la moderación para resolver y la decisión para ejecutar. Virtudes hoy ausentes del coso político nacional, en el que las distintas cuadrillas -con sus matadores- sólo buscan quitarse de en medio, sorteando como pueden las graves cuestiones -de índole general o partidaria- que les acechan, para evitar que el pueblo soberano les quite a la fuerza de un derrote electoral.
La política española es hoy elusiva. Se eluden los problemas planteados por la crisis económica, y también se eluden, legislatura tras legislatura, ciertas reformas políticas -ley electoral y ley de financiación de partidos- y constitucionales -Senado y mecanismos de colaboración-, que resultan imprescindibles para culminar, en sentido federal, el inevitable desarrollo del Estado Autonómico. Esta elusión se produce por temor a las negativas repercusiones electorales que generarían -para el partido que las respaldase- cualesquiera decisiones que lesionasen los intereses particulares de alguno de los mandarinatos que -parafraseando a Azaña- llevan siglos acampados sobre el Estado.
Son mandarinatos los grupos de interés que generan una burocracia con funciones de vigilancia y control, para impedir que se modifique su situación de privilegio y monopolio. Esta resistencia al cambio provoca, además de la esclerosis del pensamiento libre, el estancamiento de la sociedad que los padece y su inexorable decadencia. Estos mandarinatos se dan tanto en el ámbito laboral como en el empresarial y financiero, tanto en la cúpula de los partidos como en el estado mayor de las instituciones sociales, y tanto en los cuerpos de élite de la Administración como en la universidad.
De ahí que el pacto entre partidos -al menos entre los grandes- sea indispensable para pensar, con garantías de viabilidad, en cualquiera de las reformas apuntadas. Y no tanto porque el pacto genere, de modo milagroso, una luz nueva que haga ver las cosas de otra manera, sino por la sencilla razón de que, a través del pacto, se distribuyen los costes electorales entre los partidos que lo suscriben. Pero, lejos de propiciar este pacto, los partidos se esfuerzan en fidelizar a sus clientelas con maniobras de distracción que van por barrios: constantes apelaciones a la seguridad, a los valores y a la unidad de España por parte de unos, y recurrentes invocaciones de los valores de la laicidad y de algunos derechos individuales por parte de otros. Total, nada.
La política se envilece, la convivencia se degrada y la esperanza se agosta. Aunque se disfrace el discurso de los líderes con alardes de un humor de casino provinciano, ya viejo en tiempos de Eugenio Montero Ríos, o se solemnice lo trivial con un énfasis retórico y un tono ahuecado antaño utilizados para predicar los novísimos.
¿Sería mucho pedir que, en lugar de darnos este espectáculo, nuestros políticos se parasen, templasen y mandasen? Parar, que sería algo tan simple como recuperar el nombre de las cosas, de modo que la crisis, por ejemplo, sea crisis, y no se oculte que la española es anterior en el tiempo y distinta en las causas que la crisis financiera mundial, razón por la que diverso ha de ser también su tratamiento.
Templar, que sería tanto como establecer, con prudencia y cálculo, el orden de prioridad de las distintas cuestiones que tenemos planteadas, parejas en importancia, pero distintas en urgencia, y sin que nos distraigan con brindis al sol o lanzadas a moro muerto.
Y mandar, que sería lo mismo que decidir en función de los intereses generales y no de los electorales del partido que respalda al Gobierno y, menos aún, de los personales de quien está al frente de ambos; y hacerlo asumiendo el coste electoral que casi siempre comporta una decisión adoptada con visión de futuro. Es más que posible que todo ello nos parezca una entelequia. Señal de lo bajo que hemos caído.
Juan-José López Burniol, notario, es miembro de Ciutadans pel Canvi.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.