Lucinda 'in the sky'
Si en la lotería de la genética nos hubiera correspondido la combinación XX en el casillero-cromosoma 23, molaría presumir de cierto parecido con esta Lucinda Williams. A ella sí que le sonrió la fortuna en el reparto, así que lo tiene todo: es corajuda, suena tierna sin perder un ápice de integridad y podría agrietarte el corazón mientras sostiene esa mirada confiada, como de granjera que se afana en sacar adelante su querida colección de coles. Y no, al natural no llega a ser tan resultona (ni tan rubia) como en las fotografías de promoción. Pero se da un cierto aire a Frances McDormand, y con eso bien que nos conformamos.
Lo había proclamado la noche del viernes Quique González, uno de nuestros trovadores eléctricos favoritos, en el transcurso de una cena entre amigos: "Cuando Lucinda ocupa el centro del escenario, sólo queda guardar silencio". Él mismo cumplió el axioma a rajatabla, faltaría más, pero también el resto de espectadores que agotaron hasta último miligramo de papel en la taquilla de la Joy. Lo del respeto reverencial, en esta noche madrileña tan propensa a la charleta a deshora, es poco menos que un milagro.
Lucinda Williams
Lucinda Williams (voz, guitarras), David Schrmerhorn (guitarras), Chet Lyster (guitarras, armónica, teclados), David Sutton (bajo, coros), Butch Norton (batería). Joy Eslava. 45 euros. Lleno (900 espectadores). Madrid, 18 de julio.
Como hemos tardado más de dos décadas en tener ante nosotros a la autora de Passionate kisses (que no tocó, maldición), anoche convenía comportarse y ser buenecitos. El personal zarandeaba sus cabezas con los ojos entornados, practicaba un poco de air guitar y profería algún guau cuando la banda, demoledora, entraba a saco. El comportamiento, irreprochable. A ver si la señora de Luisiana le coge el gustillo y nos incluye en sus oraciones (también llamadas giras) europeas.
¿Un advenimiento tardío? Sin duda, porque esta mujer de 56 años y tatuajes pretéritos en el brazo izquierdo encarna hoy como casi nadie la esencia del rock estadounidense con raíces. Su influjo alcanza la vertiente más atribulada de Neil Young, el country melódico de Mary Chapin Carpenter, la chulería de Tom Petty o los remordimientos de Mary Gauthier. Hasta la mexicana Lila Downs ha grabado uno de sus temas. Por no hablar de las nuevas composiciones de González, urdidas en el mismísimo Nashville; o las de sus colegas de Pereza, que han abandonado el deje malasañero por la dialéctica vaquera de los corazones rotos. Y Lucinda ocupa un lugar de relieve en ese santoral.
Lo mejor de ella es que jamás podrías confundirla. Nadie canta así. Muy mala vida le debe dar a esa voz arrastrada, lastimera, con tanto polvo acumulado en la faringe que siempre parece a un tris de resquebrajarse. Se muestra reposada y segura, consultando las letras en un atril y rodeada por un arsenal de guitarras de proporciones casi obscenas. Fue desconcertante su despedida, con Adiós, corazón amante, de Violeta Parra, pero en varios momentos (Right in time, Real life bleeding fingers, Out of touch) rozó el cielo para convertirse en Lucinda in the sky. Y allí no había esta vez diamantes, pero sí un par de botas de montar que siempre le han servido para patear el piso con una convicción inapelable.
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