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Columna
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De Madrid a la Luna

El pasado llega hasta hoy mismo y siempre es difícil y siempre es dudoso aunque ya haya dejado su huella indeleble, como la que dejó hace 40 años Buzz Aldrin en la Luna. Se dice pronto, 40 años. El lugar más visitado estos días en Madrid tendría que ser el Planetario. Hace poco vi a Aldrin en televisión hablando de la Luna, de que olía a pólvora. Llevaba chaqueta azul, camisa azul y en la corbata lunas y estrellas amarillas. Desde luego no parecía el mismo de las fotos de la época vestido de astronauta junto a Armstrong y Collins, los tres sonrientes y heroicos. Los llevé bastante tiempo en un llavero de metal que me regalaron el 20 de julio de 1969 en un Madrid más gris que la luna del llavero. Recuerdo que mientras sonaba la canción del verano, María Isabel, de Los Payos, todo el mundo tenía algo que decir de la Luna. Se hablaba de que la Luna ya no volvería a ser mirada igual, que dejaría de ser el sueño lejano que inspiraba nuestros amores, que al verla y conocerla y pisarla ya prácticamente no podríamos imaginarla. Todo el mundo se volvió un poco poeta con el asunto de la Luna. Aquella calurosa noche de julio, con las ventanas abiertas, me quedé despierta hasta las tantas para ver un espejismo en blanco y negro tan irreal como lo que ocurría por el mundo sin mí. ¡Qué ganas tenía de ser dueña de mi persona y salir corriendo! Fue el verano del festival de Woodstock. ¡Qué envidia me daban aquellos chicos que estaban viviendo una vida maravillosa envueltos en música y amor libre! Ellas, lánguidas y con melenas lisas hasta la cintura, y ellos, también, por primera vez chicos y chicas eran iguales y embellecían cualquier sitio donde estuvieran. Se rebelaban contra la guerra de Vietnam y un mundo de dinosaurios a extinguir. Sentía una gran nostalgia de que todo aquello estuviera ocurriendo sin mí, en una edad que aún no era la mía y en un planeta del que nos llegaban imágenes que siempre parecían pasadas por Robledo de Chavela. Ni nos planteábamos que pudieran ser de verdad o de mentira. Vivíamos en el culo del mundo, tan aislados y amargados que pensábamos que en el otro lado todo era posible. Entre el subidón del Mayo del 68, Woodstock y la llegada a la Luna, por resumir, daban ganas de llorar. Nosotros no estábamos en ninguna parte. Aquí teníamos otras preocupaciones, como que la nieta de Franco encontrara novio o que a su abuelo no le temblara la mano a la hora de firmar sus leyes y sus penas de muerte. Se nos hablaba de paz, pero era una paz canija, rancia, sin música ni color, ni melenas doradas. Era una mierda. La auténtica juventud estaba en otra parte y no íbamos a llegar a tiempo de disfrutarla. Madrid se construía trabajosamente con la gente que venía de los pueblos montando barrios de la nada, tan separados de la calle de Serrano como de la huella indeleble de Aldrin.

El lugar más visitado estos días en Madrid tendría que ser el Planetario

Cuando ahora se duda de que la llegada a la Luna no fuese un montaje, me encojo de hombros, no sé qué pensar. El Apolo XI ha quedado anclado, fosilizado en un momento de nuestra historia como los hippies de Woodstock. Me parece que nada de esto se estudia en los libros de texto y, sin embargo, hace casi medio siglo que ocurrió, y tanto una cosa como otra ha tenido un impacto muy importante en nuestras vidas. Y, sin embargo, nos parece más irreal que los Reyes Católicos, quizá porque aquella llegada a la Luna fue un suceso fuera de su tiempo, se anticipó a lo posible y, según leo en un artículo de USA Today, de alguien que participó en dichos acontecimientos, a aquella gesta se debe la tecnología que ha venido después, pues detrás de la imagen de mi viejo llavero está el desarrollo de Internet y de los sofisticados avances que estamos viviendo. Parece ser que en lugar de invertir más esfuerzos en volver a la Luna y traer una nueva roca se ha optado por rentabilizar los recursos que hicieron posible tal hazaña. Explicación que me deja bastante tranquila porque si acaso no hubiésemos sido capaces de poner nuestro pequeño pie sobre el polvo lunar los efectos en nuestra vida diaria habrían sido los mismos.

Estoy escribiendo estas líneas en San Francisco, una hermosa ciudad pijohippie, en que aquellos jóvenes que querían un mundo más libre han dejado una atmósfera especial, agradable, más tolerante que en otras partes del país, y por donde muchos de los hippies que han sobrevivido a aquellos años vagan por unas calles que los ignoran, auténticos perdedores de un mundo que no ha sabido devolverles el favor.

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