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De los 'milagros' a la mala digestión

Somos un país que ha pasado del analfabetismo a la televisión". Así resumía Manolo Vázquez Montalbán las condiciones culturales de los años ochenta. Entonces, el ministro Solchaga explicaba a los americanos que "a los españoles les gusta mucho consumir" (hasta entonces no había un rosco que comprar) y altos cargos socialistas declaraban a Le Monde que España había "pasado de la Edad Media a la era de las nuevas tecnologías". ¿Exageraciones? No lo parece a la vista de los milagros culturales que supone la aceleradísima evolución española cuando, por fin, descubrimos el mundo. ¿Somos un prodigio de aprendizaje y adaptación a las circunstancias?

Vamos por partes. Repasemos una curiosa secuencia histórica: durante el famoso Mayo del 68 pocos españoles sabían realmente de qué iba lo progre, vivíamos en pleno autoritarismo político. Nuestro mayo se retrasó hasta 1982, cuando ya despuntaba, con Margaret Thatcher (1979) y Ronald Reagan (1980), la cultura neocon, expresión que utilizo para describir un estilo de vida basado en fantasías más que en realidades.

La crisis económica es la consecuencia más clara de la 'cultura neocon'

El llamado progresismo español gozó de buena salud hasta 1996 y descubrimos la América neocon con Aznar, el presidente/ideólogo. Que éste coincidiera con Clinton fue un desajuste pasajero: en 2001 el neoconismo ofrecía, con George Bush hijo, cuatro años de locura y desprecio a las libertades. El resultado es conocido: la nostalgia del pluralismo llevó a José Luis Rodríguez Zapatero a La Moncloa en 2004, pero los americanos no cambiaron el chip hasta 2009, con Barack Obama y todo lo que supone de revival de efervescencia progre.

¿Quién cree que el marco político/cultural no importa en la vida de un país? ¿Alguien sabe si, en estilo de vida, vamos retrasados o somos precursores? Estas preguntas ayudarán a respondernos al dónde estamos hoy sin equivocarnos demasiado.

Pero, antes, hay que constatar que la cultura neocon, desreguladora, fanática de la construcción de un capitalismo de avaricia y desigualdad que se ha desvelado como el gran enemigo de sí mismo, formateó el fenómeno de la cultura posmoderna como culminación del saber fragmentado o experto que, con pretexto de extender conocimientos, obstaculiza el ejercicio más básico de la inteligencia humana: atar cabos que expliquen lo que sucede. La posibilidad de dar sentido a la realidad, en la fase neocon, quedaba reservada a transnacionales, think tanks, gente muy selecta del planeta que, para desgracia colectiva, acabó enredándonos en su fantástico delirio.

La crisis económica, de múltiples y dolorosos aspectos -el paro, por supuesto, el mayor- es la consecuencia más clara del patinazo del siglo, que ha durado tres décadas.

Hay otro aspecto menos vistoso, pero tan importante como el económico: la cultura neocon continúa produciendo damnificados. Ejemplos clásicos y globales: confusión de lo privado y lo público; lío sobre la idea de democracia cuyo ejemplo de libro es lo sucedido con el golpe de Estado de Honduras; prima política para los creadores de expectativas y castigo a los fundamentalistas de lo real (sic); enredo sobre el papel del Estado que atiende a las víctimas de la crisis. ¿Se dan las subvenciones al sector del automóvil para amortiguar el paro o para afianzar beneficios empresariales?

Este caldo hay que ligarlo con nuestro propio mejunje cultural. Para asombro de todos, Madoff muestra cómo la tradición del pícaro no es exclusiva, pero la moraleja -150 años de cárcel a un cabeza de turco- parece confirmar que faltan demasiados pícaros por descubrir. Seguimos, como siempre, sin distinguir bien entre los Gobiernos y los pueblos: ni Barack Obama ni George W. Bush representaban a todos los americanos, ni Jordi Pujol o José Montilla a todos los catalanes.

Nuevas generaciones españolas siguen con el pernicioso reflejo de generalizar y enredar la parte con el todo: ahora cualquiera habla en nombre de los internautas, igual que se hace aún con los españoles, los periodistas o tutti quanti. Se nos anuncia la liberalización eléctrica pero el Gobierno bendice el aumento de tarifas. ¿Paradójico? ¿Se complementan nuestros tics culturales con la esencia de la posmodernidad neocon?

Aquí hemos pasado, tranquilamente, de entender el sexo como pecado a considerarlo una obligación o una mercancía y transitamos sin pestañear de la dictadura política por la gracia de Dios al autoritarismo económico/neocon y sus milagrosos, aunque falsos, resultados. Abrazamos, sin advertir el peso comercial de la idea, el valor de lo joven hasta enzarzarnos en una absurda guerra de generaciones; confiamos en el coche eléctrico sin preguntarnos cuánto nos costará en energía y medio ambiente; presumimos de rapidez y olvidamos que hay menos muertos de tráfico porque también ha bajado la movilidad.

Y casi nadie se pregunta quién es responsable de qué. Los ejemplos son infinitos, pero cabe una constatación: estamos en plena resaca y mala digestión de nuestra aceleración histórica. Un atracón de milagros culturales o económicos siempre será socialmente indigesto.

Margarita Rivière es periodista y escritora.

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