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Columna
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Hacer política con la moral

José María Ridao

Quienes confiaran en que, tarde o temprano, el Partido Popular tendría que tomar medidas contra sus cargos imputados por corrupción tal vez tengan que aplazar sus esperanzas: la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) confirma que los populares se distancian electoralmente de los socialistas, pese a los escándalos. Con estos datos en la mano, los populares no necesitan, siquiera, recurrir a la falacia de que las urnas eximen de las responsabilidades judiciales. Basta con que, como han hecho hasta ahora, esperen a que escampe la tormenta. Porque si un cargo electo puede sobrellevar una imputación por corrupción sin perder la sonrisa, y sus votantes no sólo no lo castigan, sino que lo respaldan, la tentación de esperar deja de ser una tentación y se transforma en una estrategia.

Ninguna fuerza reconoce que sus recursos sean insuficientes para financiar sus actividades

Y, sin embargo, todo lo que el Partido Popular no haga hoy para atajar la situación se convertirá mañana en una grieta por la que la corrupción seguirá instalándose en el sistema democrático. Para empezar, no podrá exigirles a sus propios militantes un comportamiento distinto del que han tenido los altos cargos ahora imputados. Pero, además, tampoco podrá exigírselo a los partidos rivales, ya sea desde el Gobierno o desde la oposición, con lo que la lucha política se encargará de igualar los comportamientos por lo más bajo.

La pauta de actuación que está estableciendo el Partido Popular en su tratamiento político del caso Gürtel es que los cargos electos pueden convivir con imputaciones por corrupción y, dependiendo de lo que ocurra el próximo miércoles, con la apertura de juicios penales en los que podrían acabar sentados en el banquillo. Si esta imagen llegara a producirse y el Partido Popular siguiera sin reaccionar, sólo cabrían dos interpretaciones: o bien el Partido Popular desprecia a la justicia, o bien considera compatible ser sospechoso de un delito y consagrarse a la política.

Decía Karl Popper que una cosa es moralizar la política y otra hacer política con la moral. Está claro que, en España, es esta última opción la que va prevaleciendo. La corrupción lleva dos décadas instalada en las agendas de campaña, pero sólo como arma arrojadiza entre partidos. Las condiciones que la hacen posible no han merecido, en cambio, más que tímidas alusiones presentadas como actos de penitencia. Eso, en el mejor de los casos; en el peor, que es en el que ha destacado históricamente el Partido Popular, se ha sostenido que la corrupción tiene que ver con las esencias y habría, así, partidos corruptos y partidos incompatibles con la corrupción.

Ninguna fuerza política ha reconocido, sin embargo, que sus recursos sean insuficientes para mantener los aparatos burocráticos y para financiar los actos de propaganda. Durante los años de ebriedad a los que ha puesto fin la crisis, una cosa ha sido el discurso público y otra las sentinas en las que cada cual se ha buscado la vida: unos encargando informes inanes que la Administración pagaba a precio de oro, otros recalificando terrenos para empresas que después cotizaban en las sedes y otros aún adjudicando contratos variopintos y poco transparentes que, entre otras cosas, servían para lo mismo que los restantes procedimientos. Para transformar recursos públicos en recursos de los partidos en el poder, aunque en el camino siempre hubiese que descontar el pago a los logreros.

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Tal vez la revelación más importante del caso Gürtel sólo consista en que el partido que tensó hasta límites insoportables el Estado de derecho para perseguir a sus rivales no estaba haciendo algo distinto que ellos; si en algo se diferenciaba era en el cinismo de presentarse como regeneracionista inmaculado. Y también en la pretensión actual de mostrarse ofendido por lo que, en realidad, es una ofensa que él ha perpetrado y por la que se juzga en los tribunales a varios de sus dirigentes. Otros partidos se vieron en tesituras semejantes pero, al menos, respondieron de manera distinta. Eso no contribuyó a que se corrigieran las condiciones que hacen posible la corrupción pero, con todo, impidió que se generalizase la peligrosa opinión de que, al final, todos los partidos son iguales, y dejó entreabierta la puerta a la tentativa de moralizar la política.

Si el Partido Popular persiste, por su parte, en hacer política con la moral, esa tentativa resultará aún más lejana. Y la opción a la que se condenará a los votantes será la propia de un país arrastrado al sectarismo, en el que, como parece sugerir la última encuesta del CIS, cada cual vota a los suyos sencillamente porque lo son, sin importar lo que hagan.

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