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Columna
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Lindezas como un asesinato

En lo que al proceso relativo a la memoria histórica respecta, reconozco momentos de duda, de escepticismo y, rogando se acepte mi sinceridad no como una ofensa sino como una herramienta para comprender mejor cómo y por qué operan y deben actuar los mecanismos del recuerdo y del olvido (históricos o no), hasta de pereza ante la perspectiva de convertir unas cunetas donde, quiero creer, ha crecido otra hierba en, acaso, extemporáneos osarios: ¿para qué desenterrar a estas alturas un pasado feo y triste?, ¿no sería mejor dar definitivamente por zanjado un carpetazo que en realidad ya dura décadas?, ¿conviene a nuestra realidad actual destapar fosas cuya repugnante esencia traerá consigo el hedor del odio que las cerró? Las típicas preguntas que se creen de carácter práctico.

El juez habla de rebelión contra el sistema, de detenciones, secuestros y torturas

La cosa cambia, claro, cuando eso que yo me imagino como montones de huesos ya sin sentido se convierten en fotografías donde aparecen jóvenes esbeltos, mujeres sonrientes, parejas que posan con solemnidad, gente con cara de foto que espera el disparo de la cámara: maestras, capataces, estudiantes, ingenieros, labradores, modistas, profesores, amas de casa, tenderas, operarios, conductores, poetas. Son fotos en blanco y negro, con los bordes dentados, algunas con dobleces que les han borrado detalles pero las han dotado de surcos que esconden otros indicios, que acusan el desgaste de la ocultación y del silencio, fotos que han sobrevivido milagrosamente al paso, castrense, del tiempo o que han permanecido guardadas como oro en paño entre las posesiones más preciadas, custodiadas como una reliquia, en ocasiones lo único que se pudo conservar de María, de Antonio, de José, de Esperanza, de Julián, esa imagen que ahora blandean sus nietos ante una cámara de televisión para que alguien como yo sepa que eso que permanece en las cunetas es el abuelo que no pudo conocer pero al que su abuela amaba con locura y a cuya muerte aterradora y sucia jamás ha podido dar carpetazo dignificándola con el reconocimiento que se le debe a una víctima o, al menos, con el respeto que merece un cadáver.

Ese pasado tan feo y tan triste que debemos enterrar para siempre sólo dejará de ser fatigado y lacerante presente cuando entierre de verdad a sus muertos. Para ello hay que concederles la calidad de tales y quitarnos ante su sufrimiento (que es de todos) el sombrero de la indolencia o de la falsa necesidad de olvido: ¿necesidad de quién, de las víctimas o de sus verdugos?

Eso es lo que ha pensado Miguel Ángel Aguilera, el juez de San Lorenzo de El Escorial que considera que es la Audiencia Nacional la que debe investigar los crímenes que trajo consigo la sublevación militar de 1936. Aguilera habla de rebelión contra el sistema y el orden jurídico legalmente constituido, de detenciones, secuestros, torturas y "asesinatos entre otras lindezas".

Lindeza es una palabra antigua que, referida a un asesinato, adquiere su más obscena perversión. El juez de El Escorial ha unido ambas palabras, y su elección no es baladí, palabra de la misma familia que lindeza, bien miradas. Una familia de rancio abolengo lingüístico o, lo que es lo mismo, o mejor, una familia con memoria histórica. Es interesante el uso del vocabulario que ha hecho el admirable juez de El Escorial, pues lindeza es una palabra antigua en un doble sentido: porque ya no se estila demasiado y porque sólo si ha pasado el tiempo suficiente puede aplicarse a un sustantivo como asesinato: más allá de una ironía reprobable y fuera de lugar, hay algo que nos impide llamar lindeza a un crimen reciente. Alivia, sin embargo, que hoy en día puedan relacionarse ambas palabras: significa que el tiempo ha venido en nuestro auxilio y ha sosegado lo peor.

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Al hilo de este rescate redentor de la memoria (Memoria: madre de las Musas), qué curiosa (y escalofriante, si podemos relacionar dos palabras emocionalmente tan descompensadas) circunstancia semántica que quienes se oponen con mayor ahínco (palabra, por su parte, que probablemente sólo siga viva para luchar contra el olvido) a que unas ancianas recuperen, más de medio siglo después, los huesos de un padre o un marido a quien, presumiblemente, adoraron, un hermano o un novio que fueron asesinados con saña y lanzados como un fardo a una fosa común; unas personas, digo, cuya vida ha transcurrido después sacando aliento de una fotografía que tal vez sea lo único de su pasado que sobrevivió al horror, soportando el dolor, la impotencia, la humillación y la rabia de tener que callar la denuncia de la localización de los restos (otra palabra que convendría analizar) amados; es curioso, decía, que ésos se autodenominen Manos Limpias.

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