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Columna
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Uf, Camps

Algo tienen en común el campismo y el berlusconismo, y es haberle tomado las medidas a la insaciable voracidad de los espectadores de nuestra época. Y digo bien: espectadores que ven cómo transcurren las noticias, convertidas en representación global, instantánea y soluble. Los repentinos uigures de China se solapan a los manifestantes iraníes y se mezclan en el recuerdo, a más sangre más memoria: pero sólo visual, no seamos ilusos. The show must go on.

Por consiguiente, nada cala. O sí: pero en un número de ciudadanos que ya no cuenta, me temo que los mismos capaces aún de leer periódicos y de exigir análisis, de escandalizarse y de pedir que se haga justicia. Poca gente, comparada con el público global que se agolpa a ras de pantalla para recibir la oleada de entretenimiento ídem. Los campistas, igual que sus paralelos italianos, saben que esa gente ya no importa, que somos clientela amortizada, frente a la urgencia de los medios de atraer a las masas. Saben que el ruido puede más que la furia. Y que no importa que lleve agua el río que suena al pasar ante nuestras narices. Camps tendría que salir en bolas, haciendo el pino sobre su propio miembro y atravesando Valencia sobre una cuerda extendida en el aire, para que le dedicáramos unos minutos más de interés y algún que otro comentario en Twitter.

¿Cuánto creen ustedes que habrían permanecido en las preferencias de las audiencias el caso GAL y el de la corrupción descubiertos durante el último Gobierno de Felipe González, de haberse producido hoy en día, con los medios de difusión actuales? Pues tanto como atención hubiera captado un vídeo de Luis Roldán de juerga, en calzoncillos.

La pregunta no es si Camps es culpable. La pregunta es si a alguien le importa, globalmente hablando.

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