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CON GUANTES
Columna
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El hombre invisible

Se puede vivir tranquilo si uno piensa que no ha irritado a los demás demasiado, que no se ha ofrecido uno mismo como ejemplo, que no se aleja uno en exceso de sus asuntos, de la habitación propia. En resumen, que uno en principio no es un mal número. La intranquilidad llega como resultado de haber excedido los límites de lo privado y tal vez como resultado de haberse distraído por un instante con el sonido de nuestra voz y haber sucumbido al placer infantil de saberse presente al menos en una apreciación. No me refiero únicamente a la voz compartida en sociedad, (como estas líneas por ejemplo), sino a cualquier apreciación en el pequeño mundo cercano que nos recuerde cierta individualidad y que, al mismo tiempo (y he aquí la paradoja), recuerde a los otros la existencia de dicha individualidad. Resulta difícil en ocasiones resistirse a interceder por las ideas propias entre el ruido de lo ajeno, aun sabiendo que guardar silencio es con frecuencia lo más sensato.

"No tiene sentido una existencia que no se diluye en el territorio de lo común"

Incluso entre las cosas más insignificantes tenemos cierta disposición natural a la significación.

Nada malo hay, desde luego, en el saludo cortés de diferentes opiniones o en el contraste de experiencias dispares ante un caso similar, el riesgo lo corremos en realidad al elevar la voz por encima de las voces vecinas, al darle una importancia de mayor rango a la experiencia subjetiva, al incluir un yo sin máscara, al dar un puñetazo que nadie ha pedido en una mesa que seguramente no existe. La objetividad no parece posible frente a nada, pues difícilmente se pueden reunir las cualidades o las pruebas suficientes para juzgar algo limpiamente, y de los dolores de la subjetividad puede dar cuenta cualquiera que exprese una opinión, curse una denuncia o increpe a un semejante.

Si fuese posible diluirse entre el grupo, cualquier grupo, no habría que sufrir más que la causa general, de ahí que existan las agrupaciones, las minorías, las mayorías, las diferentes formulaciones de nosotros. No es un sufrimiento menor, pero es uno compartido que nos ampara al menos a la hora de asumir responsabilidades. La percepción solitaria (que no única, ni desde luego más sublime, pues no viene al caso darle un peso diferente a la percepción de una comunidad que a la de un individuo) nos regala la desconcertante sensación de estar entrando en cárceles diminutas construidas a medida y a nuestro alrededor.

Ahora que proliferan las redes sociales, que no parecen sino un modo de compartir la banalidad, me pregunto cuál es la necesidad de saberse presente entre los demás, ya no sólo en la resistencia frente a las grandes injusticias, sino incluso en el mero ejercicio de nuestras distracciones menores.

Si el abrazo colectivo es igual de necesario frente a la dictadura y la miseria en las calles de Teherán que a la hora de compartir las fotos de la escapada del último fin de semana, si una red social vale igual para revolución y botellón, puede que yo, aparte de solo, haya estado muy confundido durante demasiado tiempo.

Si nos presentamos obligatoriamente ante otros, ya sea de viva voz y en aquello que consideramos relevante, o como figurines silenciosos de un baile, como imágenes de postal, como actores secundarios de una fiesta que antes era privada o al menos de aforo reducido y que ahora es una fiesta de disfraces multitudinaria, debe de ser que la molestia de significarnos no causa un dolor parecido al que imaginaba en un principio.

Y puede ser que la tranquilidad que le suponía a la habitación propia no es comparable al consuelo de haber estado, aunque sea una vez y sin nada en las manos, entre las cosas de los demás.

Siempre pensé que era al contrario, que el hombre invisible de Wells pretendía en realidad arrebatarle al mundo su presencia, pero está claro que me equivocaba.

Me queda claro, y gracias al aburridísimo Facebook, que no tiene ningún sentido una existencia que no se diluye (alegremente o con profunda tristeza) en el territorio de lo común.

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