Tres conciencias y un sentido
Espectáculo sobrio, concentrado y ejemplar; dos personas en escena que suman a la madurez como grado de excelencia, el sentido de la entrega. Y otra tras las cortinas: el coreógrafo Mats Ek, un creador dotado de generosidad, humanística y un estilo de amplia comprensión y cercanía.
Tanto Ana Laguna como Baryshnikov exhiben con una gallardía rampante las huellas del tiempo, sus limitaciones físicas, su desenfado y su complicidad. Eso es parte de la entrega como búsqueda, del respeto por lo que sucede a ambos lados de la cuarta pared. No hay objeciones a la acción, ya sea bailada o mímica (porque hay un uso reflexivo y de calado de los recursos de la pantomima dentro de la danza) y sí mucha poesía contenida, dosificada con inteligencia, suministrada tanto sobre los someros argumentos de las piezas como dentro de los rigores de una interpretación pulida. No hay secretos, sino trabajo. No hay efectos, sino sinceridad. Son las conciencias personales de los artistas catalizadas por un único sentido: bailar. Y al hacerlo ellos dan una elegante lección de vida.
TRES SOLOS Y UN DÚO
Valse-Fantasie (2009): Alexei Ratmanski / Mijail Glinka; Solo for two (1996): Mats Ek / Arvo Pärt; Years later (2006/2009): Benjamin Millipied / Philip Glass. Con Ana Laguna y Mijail Baryshnikov. Matadero, Madrid. 2 de julio.
Valse-Fantasie evoca para la historiografía balletómana el otro gran solo de Misha: el Vestris de Jacobson que lo catapultó con apenas 20 años a una fama que, con justicia, no ha cesado. El bailarín se desplaza y vocaliza con las manos, dibuja algo que ya está en su código desde aquel concurso de Moscú donde ganó un oro indiscutido. Así, el hombre enamorado pasa -como Vestris- de la euforia al lamento, todo con un trasunto de fina ironía.
El otro solo es una joya que se instala en el emocional colectivo. La filmación del espigado discípulo de Alexander Pushkin (maestro de los grandes en el lejano Leningrado) saltando, girando a la perfección, proyectándose en el espacio para siempre más allá del fin de la película, crea el vínculo con el hombre conformado, pero consciente, que sustituye la pirueta por la respiración, la gran calistenia por una discreta sonrisa: metáfora de la eternidad del ballet basada en el esencial coréutico.
Los dos pas de deux traen a una Laguna tan vital como siempre, siendo capaz de relatar tantas cosas con tanta economía; situar al espectador en un compromiso de participación de sus angustias, fantasías y soledades. No exagero al decir que ese es un extraño, rarísimo don en algunos grandes bailarines, los que no necesitan apenas explicarse para que todo esté comprendido a la perfección. Entre ellos dos hay tal complicidad, se habla de muchas cosas, hasta del destino de la danza en paralelo al de sus trágicos personajes desolados; se habla de la confluencia de estilos (cómo uno se vierte en el otro, y se licúan amablemente en las formas). Las piezas se pasan volando, pero no saben a poco, satisfacen las expectativas, escarban en el entusiasmo, dejan dicho que la grandeza de la danza se basa, sobre todo, en su autenticidad.
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