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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Tarzán revisitado

La primera vez que vi a un negro no fue en la "vida real", sino representado en uno de los tebeos de mi infancia. Supongo que el encuentro tuvo lugar en una de aquellas historietas de exploradores que se adentraban en África y eran capturados por indígenas de labios gruesos hipertrofiados, nariz atravesada por un hueso, mirada fiera, jabalina en mano y taparrabos vegetal. El explorador, blanco, aterrorizado y tocado con salacot, solía encontrarse en el interior de una ominosa caldera de barro repleta de agua, como principal ingrediente proteínico de un guiso destinado a la merienda de la tribu. El negro era cómico y, a la vez, temible y exótico. En España eran raros de ver. Como otros niños de mi generación, los señalaba con el dedo cuando los veía paseando por mi ciudad, como si se trataran de elementos desubicados de su entorno: de su selva y de sus cacerolas y de sus jabalinas y taparrabos. Los negros sólo podían estar en África. O disecados y expuestos como piezas curiosas, como el "bosquimano" del Museo Darder de Bañolas.

En la muestra de París, la criatura de Rice Borroughs es una especie de Hércules ecologista. A todos los mitos se les puede dar la vuelta, supongo

Luego vino el cine. Me encantaban las películas de aventuras que transcurrían en África, con cazadores aguerridos y sensuales mujeres pelirrojas, indómitas fieras y negros desarmados que llamaban bwana al jefe armado y eran dóciles y cobardes -huían cuando atacaban los elefantes- y cargaban a sus espaldas los enseres del safari. Claro que también había otros más temibles. En los cincuenta y sesenta, y al socaire de la sangrienta represión de la revuelta anticolonialista de los kikuyu kenianos, las películas de aventuras africanas contaron con un ingrediente nuevo: el temido Mau-Mau, representado, con alguna interesante excepción, como una sangrienta secta que se dedicaba a asesinar sin motivo a los compasivos civilizadores blancos. Cuando, 15 años más tarde leí Los condenados de la Tierra (Frantz Fanon) ya sabía que los negros no eran así. Nuestro imaginario es un extraño constructor de las huellas y ansiedades de otros: la imagen predominante del negro, tal como se difundió entre los europeos de buena parte del siglo XX, es la misma -con ligeras variantes- que había servido para satisfacer la necesidad victoriana de demonios. En sus representaciones populares, su ámbito natural -el África de los relatos de los exploradores- era una mezcla contradictoria de infierno por civilizar y locus (más o menos) amoenus aún no contaminado por la cara sucia del progreso. Se representaba al negro como inferior, pero también podía ser el buen salvaje que remitía a un lejano tempus aureum horaciano, una mezcla de Calibán -el anagrama shakespeariano de "caníbal"- y ángel caído.

La muestra Tarzan! Ou Rousseau chez les Waziri, que puede visitarse en el Musée du Quai Branly parisiense, intenta dar la vuelta a un mito de la cultura popular construido en torno a una cierta imagen de África y los africanos. Tarzán, la criatura inventada (1912) por Edgar Rice Borroughs -un convencido darwinista, por cierto-, es ahora una especie de Hércules ecologista; y los negros con los que convive, hombres y mujeres libres que mantienen una relación adecuada con su medio hasta que irrumpen los depredadores colonos blancos. A todos los mitos se les puede dar la vuelta, supongo. Arrowhead, la casa de Massachusetts en la que Melville compuso Moby Dick, es hoy una especie de santuario conservacionista donde pueden adquirirse insignias con el lema "salvad a las ballenas". De manera que no me resulta extraño que el Tarzán interpretado por los comisarios de la exposición haya perdido parte de su carácter de supremacista blanco, para convertirse en adalid de la tolerancia entre civilizaciones. Cuando pienso que estoy soñando, regreso a las novelas y al cine. Y rememoro aquel grito tarzanesco de Weissmuller (todavía de derecho público), que sigue retumbando en mi cerebro como un verdadero manifiesto.

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