Nada de 'futomakis', tocan caracoles
Tiendas tradicionales y sabores de toda la vida escondidos en el Madrid 'cool'
En la última década, Madrid ha añadido a sus rutas urbanas infinidad de sitios que nos hacen dudar de si nos encontramos en el meollo del casticismo o más bien en algún barrio berlinés o londinense. Valoramos todo eso, pero, ojo, también nos gusta la identidad cañí que la ciudad tenía antes de que desembarcara en ella lo cool. Para alejarse un rato de las tendencias, aquí van algunas ideas.
Como era de esperar, la mayor concentración de lugares rancios y con encanto de Madrid se halla en sus barrios más antiguos, de ahí que en la calle Mayor podamos desayunar en una pastelería con tanta solera como El Riojano (Mayor, 10), fundada en 1855 por Dámaso de la Maza, pastelero de la reina Isabel II. Su especialidad: las pastas del Consejo, así llamadas porque el entonces príncipe Alfonso XII las comía de niño en el Consejo de Estado. Pero el secreto mejor guardado es el saloncito del fondo en el que tomar café rodeados de abuelas alegres y voraces.
Las costumbres de estas damas nos servirán de guía para continuar nuestra ruta tradicional: seguro que más de una se dirige hacia la Puerta del Sol a comprar ese botón gris marengo que no encuentra por ningún lado. Los almacenes Antonio Ubillos y Cobián, ambos situados en la plaza de Pontejos, son un edén de botones, corchetes, carretes de hilo y demás adminículos relacionados con el descatalogado arte de la costura. La versión invernal de este arte se encuentra en Lanas El Gato Negro, en la calle de Postas, pegadita a la plaza Mayor. Su logotipo, un gato negro de ojos amarillos y cara de malvado, lleva con nosotros desde 1913. Sigamos mirando y comprando: en la Corchera Castellana, en el número 47 de la Cava Baja, encontraremos todo objeto de corcho que se nos ocurra: desde decorados para el belén hasta tapones de cualquier tamaño.
Pero el artículo más asociado con España y menos empleado en nuestra vida corriente -por más que lo lamenten los turistas- es la bota de vino, que afortunadamente Julio Rodríguez sigue fabricando en su pequeño taller en el número 12 de la calle del Águila. Vale la pena verlas cuando todavía están a medio hacer, colgadas de lo alto como si fuesen fundas para jamones. Las velas, en cambio, sí se siguen empleando con frecuencia. Por eso, muy cerca de la iglesia de la Paloma encontramos la cerería Juan Ortiz (Paloma, 5), con su propio taller en el interior.
Burbujas de cristal
En el barrio de las Letras hay otro lugar especializado en productos relacionados con las abejas: esta vez se trata de la miel, que en Casa Pajuelo (Atocha, 95) se vende en sus variedades de acacia, tomillo y azahar, entre otras muchas. Mientras esperamos nuestro turno tras haber proferido el clásico "¿quién da la vez?", nos fascinará ver sus caramelos en enormes burbujas de cristal y artículos para la matanza: tripa para envolver chorizos, cordeles para atarlos y sazonadores como chorizol o butifarrol.
Es hora de comer. Nada de futomaki ni de risotto con boletus; a comer castizo: caracoles y zarajos, por ejemplo. En Casa Amadeo (plaza de Cascorro, 6), en pleno Rastro, ofrecen un take-away de estos moluscos en salsa (10 euros la tarrina de medio kilo), además de servirlos por raciones en cazuela de barro. Los zarajos o tripas de cordero enrolladas y la oreja de cerdo son también platos comunes en este bar alicatado lleno de personajes pintorescos. Y si nos queda gula de gasterópodos guisados, podemos probar la versión que ofrecen a pocos metros, en el bar Los Caracoles, en el 34 de la calle de Toledo.
Busquemos también la tradición en otros barrios: al coger la línea 1 de Metro en Tirso de Molina y bajarnos en la glorieta de Bilbao nos daremos de bruces con el café Comercial (glorieta de Bilbao, 6), cuya fachada es punto de encuentro para cientos de personas a diario. Si nos animamos a merendar allí, veremos el corte de mangas que las señoras setentonas de la ciudad le hacen al colesterol, zampándose un chocolate con porras entre columnas, espejos y suelo de baldosas.
Muy cerca, en los números 7 y 9 de la calle de Luchana, la papelería más antigua de Madrid nos sigue abriendo sus puertas: es Salazar, que cumplió cien años en 2005. Atendida por las bisnietas de los dueños originales, la papelería aún vende añejos recortables de papel y exlibris por encargo. Y si seguimos por Luchana hasta la plaza de Chamberí, una curiosa espiral de vidrio y metal nos invitará a meternos bajo tierra: es Andén Cero, el centro de interpretación del Metro de Madrid. Una vez abajo apareceremos milagrosamente en el vestíbulo de la antigua estación de Chamberí, hoy en desuso, tal como estaba cuando se clausuró en 1966. Algunos derramarán lagrimillas de añoranza ante los carteles publicitarios retro que adornan el andén y, sobre todo, ante el precio irrisorio de los billetes (0,10 pesetas el trayecto). Y al volver a la superficie, ahí sigue Madrid, dirigiéndose en línea recta hacia el futuro, pero sin renunciar, por fortuna, a ciertos toques de pasado que le imprimen carácter.
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