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Columna
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Sensibilidad empática

Uno siente por la ciencia un respeto que prácticamente alcanza la condición de indescriptible, ya que alumbra, tras mareas de laboriosidad, tras una cadena interminable de desvelos y vigilias, conclusiones que permiten comprender la realidad mineral, vegetal, animal e incluso, como dicen, de nuestra especie. Recientemente ha llegado a los medios este aviso: "La siesta potencia las emociones positivas del cerebro". El oráculo procede de la Universidad de California en Berkeley, a través de un estudio que se ha dado a conocer en el correspondiente congreso internacional de especialistas. Esto suscita maravilla y asombro, ya que también añade, de modo fehaciente, que la siesta "refresca la sensibilidad empática del cerebro".

Pero, vamos a ver, ¿alguien tuvo el cuajo de pensar que la siesta no potencia las emociones positivas? ¿Qué insensato se atrevería a imaginar que la siesta no refresca la sensibilidad empática? Cualquier persona que alguna vez (es sólo una hipótesis) haya echado la siesta habrá podido comprobar los benéficos efectos que tal estado proporciona a su sensibilidad empática, así como la notoria potenciación de emociones positivas que experimenta precisamente allá donde se amontonan los sesos. Es de temer que en Berkeley la política de investigación no esté bien orientada. Al menos a la vista de este grupo concreto, que no dudó en confirmar sus hipótesis mediante el método experimental. Así, más de cuarenta personas se sometieron a pruebas exhaustivas para confirmar estos extremos. Las conclusiones resultan cegadoras: las personas que durmieron la siesta "aumentaron su receptividad a una expresión facial de felicidad". En cambio, quienes no durmieron la siesta "mostraron mayores reacciones ante la ira y el miedo".

Cela decía que la siesta era el yoga ibérico. Razón no le faltaba. Lo único que faltaba era un estudio que llevara nuestras sospechas del neblinoso terreno del pensamiento mágico hasta la grada más segura de la razón ilustrada; lo único que faltaba, en fin, era uno de esos estudios que descubren el Mediterráneo a deshora. Por razones de mala fortuna, tengo vedada la práctica de la siesta, pero a veces, de siglo en siglo, el cielo es piadoso conmigo y me obsequia con una tarde en que es posible emprender el análisis empírico de sus efectos. Entonces se me va el santo al cielo, según va cayendo la tarde, y regreso al planeta reconciliado conmigo mismo y con la humanidad entera (quiero decir, con nuestra especie). Ojalá hubiera conocido a los arduos alquimistas de Berkeley: podría haberles ahorrado algunos dólares. Porque después de echar la siesta percibo, sin investigar ni nada, que se me potencian las emociones positivas y que se me refresca la sensibilidad empática de lado a lado, de punta a punta, de norte a sur y de este a oeste.

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