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Columna
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El hijo de todos los muertos

Tres años después de su aparición, sigo considerando Los peces de la amargura, de Fernando Aramburu, como uno de los mejores retratos de la relación de la sociedad vasca con el terrorismo y sus víctimas. Me parece que cualquiera que lleve viviendo aquí un cierto tiempo sabe que los diez relatos que componen el libro son absolutamente verosímiles. Tanto, que pueden resultar un espejo doloroso.

Para el que quiera entender realmente qué y por qué ocurre lo que ocurre en Euskadi, ¿qué le resultará más provechoso? ¿Leer las crónicas periodísticas, los artículos de opinión, los libros de ensayo con sesudos análisis sociopolíticos, las memorias, los relatos de ficción? Todas esas formas de elaboración, interpretación y explicación son valiosas y significativas, sin duda. Pero la literatura, los relatos de ficción, pueden ofrecer algo distinto a las demás formas interpretativas. Sencillamente porque pueden brindar, a escala personal, un retrato del comportamiento, los sentimientos y las motivaciones de los tres tipos de actores que componen este drama: los verdugos, las víctimas y los espectadores. Y, como mínimo, todos formamos parte de este último grupo.

Los relatos de Aramburu consiguen magistralmente ese objetivo. Consiguen meternos en la piel de los personajes, consiguen que sintamos, que entendamos, su sufrimiento y su amargura. Es cierto que el que quiera comprender verdaderamente no se detendrá ahí: también querrá conocer, fundamentar y desarrollar racionalmente unos criterios para elaborar los mejores juicios éticos y políticos. Pero esta racionalización sólo asentará sus bases sobre una sensibilidad que ya ha sido despertada por la cercanía física y moral de las víctimas.

Estos días, ante la triste imagen de los jóvenes hijos del último asesinado por ETA, Eduardo Puelles, me he acordado de uno de los cuentos de Aramburu, titulado El hijo de todos los muertos. Un chico de catorce años se entera por su abuelo de que es hijo de un asesinado por ETA, cuando él aún estaba en el vientre de su madre. Esa noche, le reprocha a ésta que no se lo hubiera contado antes. La madre se disculpa: no lo ha hecho, le explica, porque los hijos de las víctimas "tienen todos las cejas tristes. Y eso es justo lo que yo no quería. Que mi hijo creciera con carita de pena. O que se sintiera huérfano cada vez que asesinaban a una persona, como si él fuera el hijo de todos los muertos".

Ese relato, como otros que componen el volumen, es una muestra ilustrativa del desamparo en el que han vivido las víctimas durante demasiados años. Ciertamente, la sociedad en su conjunto no puede evitar que los huérfanos tengan "las cejas tristes", pero al menos puede esforzarse en ofrecerles algún consuelo. El consuelo del reconocimiento, negado durante tanto tiempo, y el consuelo de la unión y la firmeza de todos los partidos ante el terrorismo.

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