El rojo y el blanco
"La izquierda queda aplastada, la derecha triunfa". Estas palabras fueron pronunciadas por Maurice Duverger para caracterizar al régimen gaullista. Serían del todo aplicables a la Europa de hoy. Por una de esas jugarretas del viejo topo, una crisis donde tanto ha tenido que ver la concepción neoliberal de la economía, con un ilimitado enriqueceos como consigna, confirma en el poder a los dirigentes y a los partidos liberales y destroza a los socialdemócratas. Es el mejor signo de que por un lado los ciudadanos optan por el valor seguridad, temen al cambio de gestión, y por otro, la socialdemocracia carece de credibilidad. Si algo progresa en la izquierda es su vertiente de rechazo claro de un régimen, sea el de Berlusconi por la Italia de los Valores de Di Pietro, sea el de Sarkozy en Francia con los ecologistas liderados nada menos que por el sesentayochista Daniel Cohn-Bendit. Y aflora aquí y allá la extrema derecha.
La gestión socialista en España se presenta como una isla roja en el mar azul europeo
El PP hará mal en pensar que su corta victoria es ya extrapolable a otras elecciones
Con inevitables variantes, la derecha europea configura un frente relativamente homogéneo, poniendo unas gotas de keynesianismo a sus programas liberales. En cambio, en la izquierda imperan la fragmentación, la dificultad para definir una alternativa en política económica, e incluso una aguda crisis interna. Algo pésimo cuando prevalece la aspiración a la seguridad. El Partido Democrático italiano sigue desgarrado por la tensión entre su núcleo ex PCI, forzado a edulcorar sus propuestas para que no lo hagan estallar los ex democristianos: así ni unidad real, ni oferta clara de izquierda contra Berlusconi. En Alemania, poca alternativa puede forjarse desde la subalternidad socialdemócrata en la gran coalición. Y en Francia, bicefalia insuperable entre el rigor clásico sin atractivo de Martine Aubry y el atractivo sin ideas de Ségolène Royal. No hablemos de Reino Unido.
Así las cosas, y a pesar de su derrota, la gestión socialista en España se presenta como una isla roja en el mar azul europeo. Con un balance de gestión tan pobre, los resultados globales son dignos y el PP hará mal en pensar que su corta victoria es ya extrapolable a otras elecciones. Debe recordar la profunda desconfianza suscitada por Rajoy en el debate sobre el estado de la nación. Su baza principal puede consistir en el probado empecinamiento de Zapatero para no rectificar. Aunque se dice opuesto a las ideologías, la forma de abordar el tema de Garoña es todo un ejemplo de subordinación a las mismas: una vez que entra en juego el calentamiento del planeta, lo menos que puede esperarse de un jefe de gobierno es que aborde la cuestión con un razonamiento técnico y no justifique el cierre simplemente porque lo prometió en la campaña electoral. ¿Dónde están otras promesas? Es de temer también que una vez comprobados el fracaso por la campaña y las limitaciones de Leire Pajín -su exaltación del tándem ZP-Obama es lo que Lucien Goldmann hubiera llamado una "estructura significativa"-, la consolide en el puesto. Y que siga feliz con su visión del islamismo en la Alianza de Civilizaciones, a pesar del desaire de Obama y de lo que arrojan análisis como el reciente de Fernando Reinares en el Instituto Elcano.
A pesar de todo, vale la pena conservar la isla roja, habida cuenta de lo que representaría un Gobierno Rajoy, con la implantación de un neoliberalismo puro y duro en política económica, las concesiones a la corrupción, una implantación de esos "valores morales" de que hablaba Mayor Oreja en línea con la Iglesia y, en el orden simbólico, la confirmación del corte con la tradición democrática española. Pero para evitar el riesgo Zapatero tiene que salir de su propia jaula.
Claro que en ausencia de brotes verdes, para algunos la crisis no existe. En España sigue imperando la folie des grandeurs que vivimos el 92, ahora materializada en el fútbol. Después de haber pasado sus tres años finales de apoteosis galáctica sin ganar un solo título, Florentino Pérez nos dejó a los ciudadanos la herencia de un desaguisado urbanístico con cuatro megatorres que bien debieran llevar los nombres de Figo, Zidane, Ronaldo y Beckham. Con los cuatro en el campo, infinitas camisetas vendidas, cero resultados y pruebas fehacientes de incompetencia futbolística (casos Del Bosque y Makelele: no vendían). Ahora vuelve a la carga de manera desaforada, con un gasto de cientos de millones de euros para cumplir la patriótica tarea de desbancar al Barça. ¿Podremos conocer con precisión las circunstancias económicas y fiscales del invento? ¿Habrá nuevas torres? Para explicar la historia de España sigue siendo preciso acudir al esperpento.
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