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Mao con la boquita pintada

Desde una pared del Grand Palais de París, Lenin me observa fijamente, y su mirada sugiere que está a punto de cortarme el cuello. A pesar de tratarse del líder de la revolución anticapitalista más emblemática del siglo XX, uno se imaginaría este retrato colgando del despacho de un jefe de la Mafia o de un abogado sin escrúpulos. Sencillamente, es una imagen que da mucho miedo. De hecho, el Lenin de la exposición El gran mundo de Andy Warhol impresiona más que el Lenin de carne y hueso expuesto en la Plaza Roja de Moscú. Tras casi un siglo de conservación entre químicos y formoles, el cadáver original presenta un terso cutis rosado, como de muñequita de porcelana. En cambio, el retrato de Warhol está virado enteramente al rojo y negro, produciendo una sensación de poder irrefrenable, casi satánico. Por si fuera poco, el verdadero Lenin era un enano. Su ostentoso ataúd negro le queda grande a un cuerpecito que casi cabría en una caja de zapatos. En cambio, Warhol nos ofrece un Lenin mucho más grande que nosotros, un Lenin que nos examina como a cucarachas desde lo alto de una pared, en suma, un Lenin mucho mejor que el real. Lo mismo ocurre con la atractiva vocalista de Blondie, Debbie Harry, también incluida en la particular colección de insectos humanos del pintor. El rostro de la cantante ha sido ampliado. De su cutis ha desaparecido cualquier impureza y en su imagen ha sido corregido cualquier error. Sus labios destacan con un chirriante rojo de dibujos animados, y su pelo es más rubio que cualquier amarillo concebido por la naturaleza. La belleza, para Warhol, no es lo suficientemente bella. La función del artista es mejorar la realidad, destacando sus aciertos y ocultando sus torpezas. En realidad, para figurar en las serigrafías de Warhol no hacía falta ser famoso ni bello. Bastaba con pagar los 25.000 dólares que el artista cobraba por retrato -más 15.000 por cada copia-. Warhol se embolsaba un millón de dólares al año sólo por los retratos a pedido, que se convirtieron en una señal de distinción entre gente con dinero. Para demostrarlo, toda una sección de la exposición está dedicada a los ricos. Hay un cuadro de Rockefeller. Y un collage titulado Nueve gerentes de empresas japonesas. Quizá por eso, nadie ha tomado nunca demasiado en serio estas obras. Ni siquiera el propio Warhol les daba mucha importancia. Decía: "Soy un artista comercial... a veces la gente quiere parecer inteligente y me pregunta si los colores de mis retratos pretenden reflejar la interioridad de los personajes. Yo no me hago líos y respondo que sí". Y sin embargo, estos cuadros representan la revolución artística de los años sesenta con más claridad que cualquiera de sus obras. Si hasta entonces el epicentro del arte había estado en Europa, ahora se mudaba a EE UU. Si las vanguardias habían consagrado la percepción personal, ahora se imponía la realidad exterior. Si el arte había querido ser único y trascendental, Warhol proponía la reproducción en serie de las superficies. En ese sentido, el buque insignia de la estética warholiana es el retrato de Mao con la boquita y los ojos pintados, un líder revolucionario travestido, casi una drag queen, que ocupa la pared más grande de la exposición. Al crear esas pestañas azules y esos provocativos labios rojos, Warhol se convirtió en el artista de un mundo que había reemplazado las esencias por un interminable juego de apariencias, de imágenes publicitarias y de dibujos animados. -

Le grand monde d'Andy Warhol. Grand Palais de París. Hasta el 13 de julio. www.grandpalais.fr/ Santiago Roncagliolo (Lima, 1975) ha publicado recientemente la novela Memorias de una dama (Alfaguara, 2009. 336 páginas. 19,50 euros).

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