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Columna
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Adiós, Robert Capa

El último año he vivido con dos fantasmas. Un hombre y una mujer. Llegué a conocerlos a fondo. Lo sabía todo de ellos, cómo amaban, cómo peleaban, sus secretos más inconfesables, sus miedos, su memoria. Podía oír hasta el rumor de sus pensamientos, que algunas noches se confundía en la alta madrugada con el tecleo de mi ordenador. Viví con ellos tiempos duros de trincheras, cigarrillos rubios y sueños cañoneados. Viajé a su lado desde el París bohemio de los poetas y la rive gauche hasta el ambiente bronco del Madrid de la resistencia. Y durante meses los sentí mucho más cerca que a cualquiera de las personas reales con las que me cruzo cada día en el portal de casa.

Aprendí a mirar el mundo a través de sus ojos. Revisé cientos de fotografías, imágenes de guerra violentas o tiernas, que he observado con lupa, analizando cada detalle, como una detective obsesionada con un caso difícil, robándole horas al sueño y haciéndome preguntas para las que no existen respuestas. Me sumergí en su mundo sin reservas y he llegado a reconocerme en sus aciertos y en sus errores, como si de alguna forma fueran también los míos. Eran demasiado jóvenes. Él tenía 22 años y conducía al volante peor que nadie en el mundo. No era un intelectual ni un experto en nada, sino un fotógrafo de infantería, increíblemente intuitivo. Valiente, un poco gallito, ambicioso, con una habilidad innata para caer siempre de pie. O casi siempre. Ella le llevaba tres años. Se llamaba Gerda Taro. Una rubia de piñón fijo. Disciplinada, orgullosa, de apenas metro cincuenta y terca como una mula. Los dos entendían la vida como una leyenda que uno se forja, construyendo un personaje y siéndole fiel hasta sus últimas consecuencias. Se enamoraron de esta tierra maldita, la recorrieron de parte a parte con sus cámaras al hombro. Tomaron partido por ella y la defendieron como pudieron.

Escribir es un trabajo duro, pasas meses, días enteros, de la mañana a la noche con unos personajes con los que llegas a tener un vínculo muy estrecho y difícil de expresar. Un año largo de tu vida en doscientas y pico páginas de papel y tinta, con todas las ilusiones iniciales diluidas en los últimos capítulos. Nadie es el mismo al empezar y al acabar una novela. Y al final, inevitablemente, queda una sensación de derrota, de vacío. Una siempre sabe que pudo haberlo hecho mejor.

En todas las despedidas acostumbra a perder el que se queda. En este caso me ha tocado a mí. No es fácil decir adiós a todo eso. Hay que hacerlo, desde luego. Son las reglas. Pero no es un trago sencillo. Hasta aquí, era el trato. Lo que sea de ellos a partir de ahora ya no es asunto mío.

Como en cualquier separación, sus palabras todavía suenan en mis oídos. Pero se acabó. Claro que seguiré hablando de ellos durante algún tiempo. Nuestros caminos se cruzarán en páginas de periódicos, librerías, aeropuertos, cenas con amigos. Los echaré de menos por supuesto: sus broncas que me mantenían despierta hasta muy tarde, sus besos, la manera que tenía él de demostrar que se divertía con una sonrisa de oreja a oreja y el cigarrillo entre los dientes, riendo bajito. Siempre esperabas que soltara una carcajada, pero nunca lo hacía. O la forma que tenía ella de cabrearse, levantarse de golpe y decir: al diablo contigo, Robert Capa.

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