Dinastía marxista-leninista
Kim Il-sung fue el fundador en 1948 de la primera monarquía marxista-leninista de la historia, sólo que entonces no se sabía que Corea del Norte estrenaba dinastía. El Gran Líder, como se hacía llamar, sólo fue retirado por la Parca en 1994 a los 46 años de poder despótico, pero ya en los ochenta su hijo, Kim Jong-il, había sido entronizado como príncipe heredero. Y ahora, el segundo de la dinastía, que el verano pasado estuvo a las puertas de donde ya
no se regresa, ha nombrado sucesor, según la prensa surcoreana, al menor de sus tres hijos, Kim Jong-un de 26 años, y apropiadamente apodado El Príncipe por los sicofantes de Pyongyang.
Pero, a medida que el número de monarquías decrece -la última ha desaparecido en Nepal- aumenta el número de seudorreinos en los que la sucesión trata cuando menos de asegurar que el entrante no haga una escabechina con familia y allegados del saliente.
El sirio Hafez el Assad dio el relevo en 2000 a su hijo Bachar; muchos creen que el presidente egipcio Hosni Mubarak prepara para la sucesión a su vástago Gamal; y otro tanto hace el libio Muammar el Gaddafi, con la originalidad sobrevenida de que no se sabe qué le va a transmitir, porque no tiene cargo político alguno; Indira Gandhi sucedió en India a su padre, Jawaharlal Nehru, fallecido en 1964; le siguió su hijo Rajiv en 1984, y a éste, en una sucesión hacia atrás, su madre, la italiana Sonia, aunque como líder del partido del Congreso y no primer ministro. Tanto Indira como Rajiv murieron asesinados. Y todo apunta a que hay un cuarto en la dinastía, Rahul, de 38 años, esperando la vez. La paquistaní Benazir Bhutto, asesinada hace dos años, sucedió a su padre en 1986 como primera ministra, a los siete años de la ejecución de Alí Zulfikar por el general golpista Zia ul Haq.
Corea ha recibido históricamente el apelativo del reino eremita o ermitaño por una tendencia al aislamiento que no pudo impedir que el país fuera primero vasallo de la China imperial y luego galeote del Japón militarista de entreguerras.
Y el Norte ha seguido esa tradición, aunque sólo sea porque no quiere que el mundo vea cómo mata de hambre
a sus hijos.
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