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DON DE GENTES | OPINIÓN
Columna
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Cosas del querer

Elvira Lindo

No hay columna sin confesión. Confieso: estoy empezando a detestar la nostalgia de los ochenta. Yo aspiro a morirme un buen día, de vieja y sin nostalgia: con rabia por perderme el futuro. Veo que hay gente de mi edad (me sonroja decir "generación") que empaña columnas con nostalgia ochentera. Ah, sí, aquel Madrid transgresor en el que, si no estabas, eras poco menos que un gilipollas. Los lugares están fechados, el bar tal en la calle tal el día tal. Qué aburrimiento retrospectivo. Por fortuna, tuve un hijo cuando casi nadie de mi edad (generación) los tenía, y los recuerdos de la empalagosa movida se mezclan con las prisas por llegar a la guardería, las salchichas Purlom, los Legos, y con todos los planes que me perdí por ser madre antes de tiempo, cuando no se llevaba y era una rémora. Ahora, aquella rémora es un hombre y yo me alegro de que su presencia frenara mi afición al disparate. A veces, cuando lo veo rastrear en Internet esos ochenta en los que él cayó como una bomba, siento nostalgia. Sólo de dos cosas. De su cara de cuatro años cuando me distinguía entre las otras madres al salir de la guardería y de la juventud. No de la de aquella época, que a base de tanta idealización he acabado detestando, sino de la de ahora. A ellos, a los jóvenes que nos rodean, les hemos vendido una épica falsificada, y lo que yo veo, lo que veo cuando salgo (y salgo bastante) es una juventud mucho más ecléctica en el vestir, en los gustos, en los bares que frecuenta, en la construcción de su propia personalidad. De acuerdo, no hay Oliver, ni Penta, ni RockOla, ni Elígeme, ni Sala Universal. Y qué. Nosotros, que hemos llegado a algo (a escribir columnitas), vamos por ahí diciendo que no hubo otra juventud como la nuestra, que la nuestra era la única posible. Y ahora yo percibo muchos más tipos de juventud. Lavapiés se llena los viernes por la noche de una muchachada tomando kebabs, cenando en los indios, tomando cañas en bares rancios que ellos han puesto de moda porque lo rancio ha vuelto. Me siento más del presente que de entonces. Tengo nostalgia de ser joven de ahora, ¿eso puede existir? Lo deseo muchas veces. Esta semana, por ejemplo, lo deseaba mientras escuchaba a Miguel Poveda en el Calderón, entre un público extrañamente heterogéneo, que iba de viejos a jóvenes, cruzando todas las edades de la vida. Esos jovencitos que aplaudían a Poveda han llegado al flamenco sin tener que dar explicaciones, hacen compatible el flamenco con el flamenqueo, la copla y el pop. Decimos que son más banales. Puede. Pero en lo que a mí concierne, la supuesta profundidad de otros tiempos no hizo más que acomplejarme y robarme libertad. Sí, sentí muy fuerte esa libertad viendo a Miguel Poveda. Fue como un disparo de clarividencia: estábamos viendo a un cantaor popular, alguien que traspasa la barrera que hay entre el escenario y la butaca, entre generaciones, que llega al corazón incluso de aquellos que no aman especialmente el flamenco. Se puede aplaudir a Poveda siendo listo o tonto, progre o carca, catalán o de Jerez. Él mismo es la prueba de que otra juventud es posible. Él, que ha impuesto, a fuerza de talento, su derecho a poseer una nacionalidad difusa: catalán con acento andaluz, catalán que vive en Sevilla y tiene a la familia en Badalona. Su trabajo le ha costado: casi de niño eligió un género musical no juvenil, fracasó en la escuela debido en parte a la repentina normalización lingüística en un entorno charnego y aprendió a cantar con un esfuerzo pudoroso y solitario. Es alguien que se ha trabajado su libertad, que ha sobrevivido a todas las etiquetas a las que se somete a cualquiera que se salga de la plantilla: cantaor no gitano, catalán en Sevilla, charnego en Barcelona, payo en el flamenco. Sin renunciar a nada. Olé. Tiene la fuerza de los perros de mil leches. Viéndole actuar pienso en el tiempo que llevo disfrutándolo, en Madrid, en Nueva York. Percibo la sabiduría que ha adquirido con el tiempo. La pose masculina de cantaor viejo la tuvo siempre, pero esa soltura que le permite salir a bailar con la guasa de los flamencos la ha ganado a fuerza de pisar escenarios. Veo a esa juventud que la aplaude y yo quisiera quitarme veinte años de encima. Quedarme en veintisiete y ahorrarme todo el largo viaje que tuve que hacer para tantas cosas, para volver al flamenco y a la copla, porque la niña que fui, la que cantaba El toro y la luna en el coche por gusto de mi padre, esa niña perdió en su juventud el rastro de todas aquellas canciones que tanto le gustaban; pensaba la joven que el rock era incompatible con el desgarro flamenco y a la pobre no se le quitó el pavo de encima hasta que acabó la década. ¿Nostalgia de los ochenta? ¿Por qué? Yo quiero estar ahora aquí, bajándome de iTunes (mientras escribo) Las cosas del querer, lo nuevo de Poveda, del Migué, de Miguelón, de Povedilla, del maestro, del monstruo, de ese hombre de sonrisa infantil que responde a los mil motes con que le adornan sus amigos. Quiero este presente, sí. A ser posible, con veinte años menos. Cuando leo que alguien afirma: "no cambiaría nada de mi pasado", pienso: "suerte que tiene". Si yo pudiera, lo cambiaría todo. Para volver a vivirlo.

Aspiro a morirme un buen día, de vieja y sin nostalgia, con rabia por perderme el futuro
Miguel Poveda es alguien que se ha trabajado su libertad, que ha sobrevivido a todas las etiquetas
Miguel Poveda, en un momento del espectáculo<i> Sin frontera</i>.
Miguel Poveda, en un momento del espectáculo Sin frontera.Luis Sevillano

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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