Aborto: entre la fe del Gobierno y la realidad
La nueva ley del aborto es un avance evidente en el asentamiento normativo de un derecho que hasta hoy no estaba reconocido y que sólo furtivamente se había abierto paso en la regulación que en 1984 lo despenalizó en tres supuestos. Aquella ley fue la mejor posible, pero en los mismos pliegues y huecos en que germinó el derecho al aborto pudieron convivir también los intentos de la derecha de perseguir a las mujeres que se ven en la necesidad de abortar. En este sentido, la iniciativa consolida a este Gobierno como el gran valedor de los derechos de las mujeres, el primero de la democracia que intenta acabar con la discriminación que aún arrastra la mujer en términos de representación pública, en consideración en las empresas, en la realidad de los salarios o en el trato machista que la tradición social -de izquierda o derecha- y la Iglesia hicieron natural.
La decisión de abortar debe ser un derecho de las hijas; la información, derecho y deber de los padres
Los Gobiernos no pueden cambiar realidades por decreto, pero sí crear un espejo en el que la sociedad se mire para mejorar. Reconozcámoslo: Zapatero lo ha conseguido, y es un mérito que la historia, si no el presente, le aplaudirá.
Conceder la potestad a menores para abortar sin consentimiento puede ayudar a una minoría que se ve imposibilitada por unos progenitores muy autoritarios o por una comunidad autónoma que ostente la tutela desde la manipulación ideológica, negando a la menor la posibilidad de tomar la decisión adecuada.
Hace un año, EL PAÍS denunció las presiones que la Comunidad de Madrid ejerció sobre una joven marroquí de 17 años para evitar que abortara, por ejemplo. A través del Instituto Madrileño del Menor y la Familia, y por presión de los mal llamados grupos provida (todos somos provida), el Gobierno de Esperanza Aguirre dilataba los procesos de autorización hasta generar situaciones dramáticas. Mientras sus embarazos sumaban semanas y semanas rumbo a un aborto cada vez más complejo, las menores bajo su tutela acababan optando por la traumática experiencia de acudir a juzgados, Fiscalía de Menores o el Defensor del Menor.
Y la Comunidad Valenciana, que parece competir con la madrileña en su infame boicoteo del Gobierno nacional, prepara una legislación antiabortista para disuadir a las mujeres que vayan a abortar. ¿Quién protegerá a las menores de las propias autoridades que las tutelan? En este sentido, la nueva ley resuelve el problema.
Pero, dicho esto, hay algo en esta ley que amenaza con sepultar el progreso que supone y en lo que el Gobierno se equivoca desde su planteamiento inicial. Y es que por la misma vía que traza para proteger a esa minoría, abre de par en par la puerta que otras muchas adolescentes con padres razonables franquearán para abortar sin el apoyo del adulto que las quiere. La ley estará privando de facto a las jóvenes de la posibilidad de contar con una fuerte protección emocional, y a los padres de la posibilidad de ofrecerla. ¿Todo eso en aras de defender a una minoría? No es esto lo que se espera de un legislador, sino que, precisamente, busque la fórmula que haga compatibles las soluciones a ambas necesidades.
Argumentan Bibiana Aído, Trinidad Jiménez y el propio Zapatero que esas adolescentes en cualquier caso contarán con la ayuda de sus padres, y se basan para ello en una fe ciega en que una buena relación desde la infancia conllevará una confianza madura en la adolescencia. Demasiados dogmas de fe. Se equivocan en el diagnóstico: el adolescente por naturaleza se aísla, lucha por forjar su identidad al margen de sus padres o en oposición a ellos, se cree capaz, se cree mayor, se cree fuerte y no quiere compartir sus experiencias con ellos. Por más que nos duela, esto no sólo no es malo, sino que es síntoma de un desarrollo normal. Sólo la madurez resituará a los padres en un buen puesto en la escala de valores y devolverá al hijo, en el mejor de los casos, al abrigo de una confianza compartida.
La menor cree, por tanto, que mejor será afrontar sola el aborto, como el Gobierno cree que ella se lo dirá a sus padres sin que esté obligada a ello. Muchos mayores creemos que lo callarán, pero sabemos (y también lo sabe el Gobierno) que afrontarán mejor la amarga experiencia con ayuda. Y es ese camino, el que va de la creencia al saber, del dogma de fe a la realidad, el que también exigimos que recorra el legislador.
El aborto no es una fiesta ni una operación de tetas; es una herida que la agresividad de la Iglesia en su batalla ha convertido en un tabú innombrable, pero una herida al fin y al cabo. Y la compañía de los padres puede contribuir a cerrarla mejor, a digerir sin traumas el aparente abismo entre un embarazo interrumpido y una posible maternidad deseada en el futuro.
La decisión debe ser un derecho de las menores de 16 y 17 años, pero la información que permita ayudarlas debe ser un derecho y también un deber de los padres. El Estado no puede usurpar por ley ese deber de tutela y cuidado de los hijos.
Obligación del legislador, por tanto, es encontrar la fórmula que, mientras le otorgue a ella el poder de decisión, la obligue a mantenerles informados. Y habilidad del Gobierno será atender al consenso social y rectificar sin quemarse, a ser posible, en el intento.
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