Razones para decidir a partir de los 16
Cuando se habla del aborto a edades tempranas, lo primero que cualquier persona se imagina es que esa joven, que en solitario debe enfrentarse a una cosa tan seria como es un aborto, podría ser su hija. Entra entonces el escalofrío de imaginarla teniendo que dar ese paso sin confianza suficiente para contarlo en casa y con la duda de ¿tan mal lo habré hecho? A otro nivel, el imaginario colectivo tiende siempre a pensar lo peor: muchísimas chicas de 16 años, embarazadas sin querer, irán, sin ninguna barrera ni información, a un centro quizá poco seguro a someterse a una intervención que les dejará secuelas de por vida.
Para empezar, según fuentes oficiales, el porcentaje de jóvenes que abortan entre 16 y 18 años no llega ni al 5% del total de los casos. La gran mayoría acudirá acompañada por sus padres y, además, no todas tienen 16 años recién cumplidos. También las hay con 17 o a punto de cumplir los 18.
Si pueden practicar sexo, ser madres u operarse, también pueden resolver sobre su embarazo
Dos han sido los principales argumentos para defender que una menor de 18 pueda decidir sobre su embarazo: si pueden mantener relaciones sexuales o ser madres sin pedir permiso a nadie, también deberían poder decidir sobre sus consecuencias. Y si tienen capacidad legal para aceptar, o no, someterse a intervenciones quirúrgicas de gran envergadura, ¿por qué no hacerlo ante un aborto que no deja de ser un acto sanitario de bajo o medio riesgo?
Pero esos dos argumentos, siendo ciertos, quizá no son suficientes. Hay razones relacionadas con la justicia social, con la ayuda al más necesitado, con la obligación que la sociedad tiene de prevenir riesgos para la salud y con la autonomía que todo ser humano merece. Y hasta con el sentido común. ¿No resulta contradictorio, por ejemplo, que una joven de 17 años, madre ya de un bebé, tenga que pedir permiso a alguien para que se le pueda practicar un aborto?
Por edad y por circunstancias sociales algunas de esas menores son extremadamente vulnerables. Se sienten incapaces de ser madres pero pueden llegar a serlo sólo por no disponer de una firma. Si no es justo obligar a una mujer a proseguir con un embarazo contra su voluntad, menos lo es obligar a las más jovencitas.
Para un número, afortunadamente pequeño, de jóvenes de 16 y 17 años buscar o conseguir el permiso paterno o materno para abortar es una auténtica odisea. Mala relación o abandono familiar, temor a agravar una determinada enfermedad física o psíquica de la madre -que suele ser la persona más cercana al problema-, rechazo absoluto de los padres por motivos religiosos o ideológicos, interés en evitarles un gran disgusto, temor a su reacción, vergüenza... Tampoco hay que olvidar que en nuestra cambiante sociedad otras formas de vida y de relaciones son posibles. Por ejemplo, según algunos estudios, un alto porcentaje de adolescentes latinoamericanas no vive con sus padres (un 38 % según una reciente investigación de la Universidad de Granada), y entonces, ¿no es incongruente y cruel hacerles cargar con una situación añadida de desamparo de la que no son responsables?
Ante esas situaciones la reacción de la joven va a ser callarse y esperar. Y las consecuencias, interrupciones de embarazo arriesgadas en gestaciones más avanzadas. Pero aún hay algo peor. En ocasiones, el rechazo al embarazo, sobre todo a esas edades, es tan potente que les puede conducir a buscar soluciones peligrosas. En determinados circuitos, no sólo juveniles, es bastante accesible un medicamento abortivo, no autorizado en nuestro país con ese fin. Ello conlleva que bastantes mujeres, también jóvenes, busquen esa alternativa precisamente para evitar tener que enfrentarse a unos padres reacios o, lamentablemente, alejados de sus vidas. Las consecuencias de un uso incorrecto de esa medicación pueden ser bastante peores que las propias de someterse a un aborto en buenas condiciones.
Reducir la edad en que una joven puede abortar sin necesidad de contar con el consentimiento materno o paterno no significa forzar a que las jóvenes pasen solas por el proceso. ¿Por qué no aceptar que puedan ser acompañadas por otras personas mayores de su entorno próximo? Una sociedad que respeta a su juventud está poniendo las bases para una mejor relación intergeneracional, basada no en la imposición sino en el respeto mutuo.
Los profesionales de la salud que estamos acostumbrados a atender a jóvenes sabemos la importancia que para ellos y ellas tiene el sentirse escuchados y respetados en sus decisiones. Pocas actuaciones hay más eficaces para ayudarles a madurar que mostrarles nuestra confianza, reconociendo que, salvo excepciones, también ellos pueden ser razonables y responsables.
Que la nueva ley apoye y proteja a esa minoría de jóvenes que lo necesitan demostrará pues que vivimos en una sociedad más justa y madura. Pero por si hiciera falta algún argumento más, quizá habría que recurrir al miedo que nos da, a cada padre o madre, el pensar que una de esas jóvenes que están en peligro, escondiendo un embarazo, dejándolo avanzar o exponiéndose a abortos inseguros, podría ser nuestra hija.
Isabel Serrano Fuster es ginecóloga y presidenta de la Federación de Planificación Familiar Estatal.
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