Tonterías, las mínimas
Soy alérgica a las anécdotas, ni me gustan ni me las creo. Y los contadores de anécdotas me acaban pareciendo siempre abuelos cebolletas. Pero hago excepciones, claro, cuando la anécdota es tan buena que nos resume el mundo, como si fuera una fábula. Voy con una: se cuenta que Luis Escobar estaba dirigiendo una función teatral cuando, al comienzo del primer acto, entró en escena una actriz que, consciente de que allí se representaba un drama, adoptó un tono tan absolutamente grave que don Luis, haciendo uso de una estupenda ironía, le dijo con su característica voz de prognato: "Aurorita, Aurorita, no te emociones, que todavía no ha pasado nada". Cada vez que recuerdo las palabras del gran Escobar me sonrío. Y me acuerdo muchas veces porque, por desgracia, no faltan en este mundo personas que tienden a sobreinterpretar. A mí, el teatro me gusta en el escenario, fuera de él lo detesto. Yo tengo un detector muy sensible para la sobreinterpretación. Me salta a la mínima, y cuando veo una persona que sobreactúa, capto el falsete y siento vergüenza. He visto actores que en escena son una sosería y mascullan en vez de vocalizar; en cambio, en la vida real hablan como si estuvieran interpretando, haciendo aspavientos e incomodando a los tímidos. Recuerdo que hace años la manera de hablar en público de los políticos americanos me irritaba muchísimo. Es decir, no encontraba mucha diferencia entre el actor que interpretaba a un presidente en una película y al propio presidente en la vida real. Lo curioso es que me parecía que el actor lograba representar con absoluta credibilidad a un presidente, y que el presidente real se inspiraba en los actores para pronunciar los discursos. Se retroalimentaban. Con el tiempo, y conociendo más a fondo aquel país, me he dado cuenta de que esa expresividad tan desahogada, ese lenguaje corporal tan peliculero forma parte de la cultura popular. No hay más que pararse en cualquier esquina de Manhattan para ver a dos tíos gesticulando de la misma manera que vemos a los actores en las series. Son los maestros del realismo. Sus actores saben imitar el lenguaje verbal y corporal con el que crecieron. Y lo hacen de maravilla. No exageran. En cuanto a los políticos, se mueven en los terrenos del show business como peces en el agua. No hay más que recordar al pobre senador McCain en Saturday night life riéndose de sí mismo: "Denle una oportunidad a este viejecito, él [Obama] puede presentarse más veces", o a Obama, cuando era candidato, en el show de Ellen DeGeneres, bailando rhythm and blues. Mis ojos veinteañeros los hubieran detestado (¿qué hacen ahí esos dos candidatos haciendo el payaso?), pero mis ojos de ahora perciben que Obama e incluso el envarado McCain se criaron en una cultura, la americana, en donde la música, el baile, el deporte y la expresión verbal se entrenan desde parvulitos. Sin embargo, lo que sirve para un país, ay, chirría en otro, y cuando los políticos españoles piensan que aquí cuela semejante soltura, provocan algo parecido al sonrojo. Porque lo nuestro es la sobria naturalidad, a eso hay que atenerse si se quiere resultar creíble. Fue el Caiga quien caiga de hace años el que implantó la costumbre de apostarse a las puertas del Congreso para conseguir que sus señorías hicieran alguna gracieta. Por desgracia, algunos lo intentaban y el resultado era patético, pero acabó triunfando el modelo de que el chiste de un programa dependa del entrevistado. Y en esas estamos. Admiré la dignidad con la que Ramón Jáuregui le dijo hace unos días a una reportera graciosilla que no, que no insistiera, que él no pensaba hacerles gratis el programa. Le aplaudo. Y es que lo que en América se entiende como naturalidad, aquí se convierte en americanada. Una americanada me parece, por ejemplo, esa costumbre recién estrenada en el panorama político de dar la charla paseándose por el escenario. Aún no llevan micrófono en la oreja como Madonna, pero al tiempo. La primera en estrenarse (creo) en la modalidad de mitin paseado fue Leire Pajín, y ha debido de cundir, porque ayer mismo vi a López Aguilar, con la camisa remangada, desarrollando un discurso de frases encadenadas sin fin y con un tono tan dramático que pedía a gritos la frase de Escobar: "¡Aurorita, Aurorita, que todavía no ha pasado nada!". Si ya es difícil que nos los creamos cuando hablan agarraditos a un atril, qué complicado nos lo ponen los asesores cuando obligan a sus asesorados a hacer teatrillo: el mitin paseado, la niña de Rajoy, la experiencia rockera de López Aguilar o los versillos castizos de Esperanza Aguirre. ¿Es que quieren ganar un premio a la campechanía? Es posible que a un candidato americano le añada algo comerse una hamburguesa de medio kilo o tener pericia jugando a los bolos, pero aquí primero tendremos que aprender el arte de la oratoria (algo escaso dentro y fuera de la política) y a ejercerlo con naturalidad. Y cuando hablo de naturalidad no tiene nada que ver con que una ministra llame "tetas" al pecho de las ciudadanas. Lo natural, por ejemplo, en un ginecólogo, es que las llame "mamas". Cada uno en su papel. Si una ministra adopta ese lenguaje desde su posición, díganme, ¿qué nos deja a las columnistas?
Los políticos americanos se mueven en los terrenos del 'show business' como peces en el agua
La naturalidad no tiene nada que ver con que una ministra llame "tetas" al pecho de las ciudadanas
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