Criterio de buen lector
El secreto de Rafael Conte era el de ser un lector insaciable. En cierto modo me recuerda la insaciabilidad lectora de Elías Canetti cuando cuenta en su autobiografía que un día llegó a plantearse con angustia la idea de qué hacer con su vida cuando hubiera leído todos los libros. No sé si Conte llegó a plantearse ese dilema, pero estoy seguro de que cuando encontró esa anécdota debió de sufrir un sobresalto. Como buen lector compulsivo tenía a gala conseguir la obra completa de cualquier autor que le interesase. Recuerdo, por ejemplo, su pertinaz búsqueda y seguimiento de los Diarios de Marcel Jouhandeau, un exquisito grafómano francés, por el puro gusto de leerlo.
Rafael Conte amaba la literatura como el oxígeno, lo cual le abría a toda lectura, pero su principal fuente de conocimiento, aparte del español, fue el idioma francés. En ese idioma leyó todo lo que la pacata edición española (plagada de malas o apresuradas traducciones) y la censura misma impedía conocer. Eso le permitió acompañar la labor de editores cuya idea de la edición era, además del negocio, el servicio a la cultura. El gran editor alemán Samuel Fischer sostenía que la misión de un verdadero editor vocacional era "hacer leer al público los libros que no quería leer". En España lo hizo Carlos Barral, entre otros. Y Conte, como crítico, estaba en sintonía con ese tipo de libros, que eran la flor y nata de la narrativa occidental, por lo que pudo ir situando ante el público a escritores que precisaban de alguien que los arropara con un criterio solvente. Rafael Conte se ganó así la credibilidad de los lectores.
No hubo traducción de importancia del francés a la que no prestara atención gracias a su formación, tanto de clásicos como de modernos. Su principal dedicación inclinaba la balanza hacia la literatura francesa. ¿Quién no recuerda su aportación a la lectura de Bella del señor, de Albert Cohen, o Viernes o los limbos del pacífico, de Michel Tournier, o al despliegue de la obra de Marguerite Yourcenar? La lista de autores a los que abrió o reabrió camino en España es impresionante. Aparte de los clásicos, desde Balzac a Proust, baste mencionar a Martion du Gard, Buzzati, Julien Green, Bernanos, Mauriac, Gide, Queneau, Camus, Sartre, Beckett, Claude Simon, la Duras, Julien Gracq, Robbe Grillet, Natalie Sarraute... o Le Clézio, Modiano y Quignard entre los más recientes, además de teóricos de la literatura como Blanchot o Barthes. Pero, sobre todo, la sensación que dejaba era la de pisar un territorio conocido donde uno podía aventurarse con la convicción de estar eligiendo material de calidad.
¿Quién hablaba en España de los Diarios de Ernst Jünger antes de que Tusquets los editara? Pues Jünger, junto con Graham Greene, Handke, Kerouac, D. H. Lawrence, Thomas Bernhard, Witold Gombrowicz, Bruno Schulz, William Faulkner o Robert Musil fueron reseñados por un Conte que ejerció de brújula para uso de lectores perdidos en la duda o el desconocimiento. Sin olvidar autores de segundo orden, pero excelentes, como Leo Perutz o Charles Morgan. O policiacas de verdadera altura como Patricia Highsmith y P. D. James... En fin: el amor a la literatura abarcaba toda clase de escritores.
Escribió tanto en pleno secano literario como en los años en que se tradujo buena parte de la literatura extranjera faltante. Ahora está casi todo editado (y casi todo perdido en almacenes o guillotinado, lo cual es como si no se hubiera editado, así que la labor de rescate es imprescindible). Lo que tenía Conte era criterio de buen lector y eso significaba formación, orden, jerarquía y disciplina, que no abundan. No sería malo que una selección de sus críticas se editase como ejemplo y como referencia.
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