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HOMENAJE A RAFAEL CONTE | EL SABIO QUE NOS ENSEÑÓ A LEER

Contra la glosa rutinaria

Jordi Gracia

Hubo unos años en que los hilos de las letras españolas pasaron casi indefectiblemente por unos pocos nombres, y entre ellos, Rafael Conte: entre finales de los años sesenta y principios los años ochenta, a Conte lo leía con disciplina el medio literario y con atención los propios autores. No era porque sí: formaba parte de una nómina de críticos jóvenes y leídos, ansiosos pero cultos, que a veces eran también profesores y entre todos dieron una sacudida considerable de oxigenación al espacio literario español: desde Joaquín Marco a Andrés Amorós, desde José-Carlos Mainer hasta Juan Antonio Masoliver Ródenas.

Esa sacudida llevaba el nervio activado pero no fue nerviosa sino intelectual y literaria, y en el caso de Conte se fue armando desde las páginas del suplemento de arte y letras del periódico Informaciones, con Pablo Corbalán y Juan Pedro Quiñonero, y desde finales de los setenta, sobre todo en EL PAÍS. Construyó a conciencia un espacio propio donde la defensa del juicio crítico era postulación de una opción estética y literaria; su artículo no funcionaba como opinión sino como intento de razonar (y enseñar) el valor de la literatura y de lo literario. Sus lectores más fieles lo seguirían hasta un ensayo personal y maduro, Robinsón o la imitación del libro (1985), que era una mezcla de confidencia y meditación teórica, y era sobre todo una declaración de estética literaria y exigencia. Pero esa vocación venía de lejos y se había expresado antes por la vía práctica y meteórica del periodismo, como contó en sus memorias El pasado imperfecto (1998). Usó los periódicos para promover tres ejes cruciales de la modernidad literaria en España: uno fue la temprana rehabilitación y defensa de las Narraciones de la España desterrada (1970), cuando el exilio era una sopa de letras donde los lectores respetaba nombres más que libros (que ignoraba). Igual de decisiva fue la defensa sistemática de la prosa de los años treinta, muerta en combate durante mil años por la fuerza de la poesía. Cuando Conte escribía de su querido Benjamín Jarnés o de Ramón Gómez de la Serna se transfiguraba como si en el entusiasmo fuese oculta la nostalgia en presente por una prosa mechada de materiales líricos y especulativos, filosóficos o contemplativos, pero nunca rutinariamente narrativa, porque demasiadas veces en la prosa presuntamente eficaz echaba en falta el grosor de lengua y la imaginación verbal que fabrica la literatura.

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Criterio de buen lector

Era fatal y feliz que el contacto con la narrativa hispanoamericana de los sesenta, desde 1967, valiese como escaparate de modelos y de maestros para la nueva literatura, y de nuevo volvió a adoptar el papel de vanguardia crítica. Sabía que su trabajo era solidario del de un puñado de muchachos también jóvenes dispuestos a que la calidad de los escritores americanos -García Márquez o Rulfo, Carpentier o Cortázar, Vargas Llosa o Cabrera Infante- neutralizase la miopía patriótica y sumergiese al lector en mundos formidables y ausentes con esa fuerza de las letras españolas. En 1972 reelaboró materiales del periódico en un volumen que hoy sigue siendo aleccionador y necesario, Lenguaje y violencia (1972). Conte sacó al oficio de la crítica de la glosa rutinaria para meterlo en la pelea por un programa literario y estético, y para eso hubo de asumir los riesgos de fundir la temeridad con el talento (o la intuición). Del mismo modo que en Acento cultural y hacia 1960 no dudó en preferir las novelas de Juan García Hortelano a El Jarama de Sánchez Ferlosio, tuvo también el brío de respaldar proyectos como el que encarnó un insólito Juan Benet y un arborescente Luis Landero, un exótico Jesús Ferrero o, en nuestros días ya, un severo Gonzalo Hidalgo Bayal.

Rafael Conte visto por Loredano.
Rafael Conte visto por Loredano.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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