Tracas y otros fuegos de artificio
Llegó la feria: como broche y -quizás- tablón para náufragos de una temporada libresca que, para expresarlo con dulzura, no ha sido como para organizar en el estanque del Retiro castillos de fuegos artificiales al ritmo de la música acuática de Haendel, no sé si me explico. En cuanto a lo que el evento ofrece, no pretendo arrogarme el oficio de profeta si, adelantándome a los acontecimientos y, tal vez, a la tornadiza meteorología, reutilizo, por su fuerza descriptiva y simbólica, la contundente sentencia que Samuel Beckett estampó en el incipit de Murphy, su primera novela publicada (1938): "El sol brillaba, no teniendo otra alternativa, sobre lo nada nuevo". En todo caso, y por no resultar en exceso cenizo, conste aquí que abril no ha sido, librescamente hablando, el mes más cruel. Algunos amigos consultados me han manifestado que las ventas del día del libro resultaron particularmente estimulantes en Madrid, de manera que quizás la feria permita mejorar el ejercicio anual de quienes llegan a estas fechas con cierto canguelo a cuenta de la cuenta (de resultados). A nadie voy a descubrir la Mediterranée (permítanme este pequeño homenaje a la literatura francesa) si repito que uno de los problemas endémicos de esta feria es la pasmosa uniformidad de la oferta. Las casetas de las librerías exhiben cansinamente -con marcadas excepciones- lo que más se vende o lo más mediáticamente aventado. Y los editores, olvidando dónde y con quién están, prefieren airear sus novedades a costa de minimizar el fondo, que es (bueno: era) su verdadera fuerza. Esos inconvenientes, que en épocas de vacas gordas seguían permitiendo el reparto del pastel, pueden convertirse ahora, cuando en los bolsillos de las familias hay menos alegrías, en rémora o cansancio o frustración. Sobre todo cuando casi todo el pescado más solicitado está vendido (menos el último Larsson, que no sale hasta después). Ojalá tenga razón la presidenta del certamen, cuando afirma, un tanto perfunctoriamente, "que la literatura sigue siendo un tipo de ocio barato y eso juega a nuestro favor". Ocio aún más barato es también pasear por la feria, mirar a las celebrities firmando y gastar menos que el año pasado (incluida la caña o la botellita de agua: qué calor). Mientras tanto, los editores afilan su ingenio. Por ejemplo, en la faja que los de Seix Barral le han colocado a una de sus mayores apuestas puede leerse: "Aurora boreal mantuvo despierto toda una noche al escritor Stieg Larsson. No podía dejar de leer". Menos mal que no consta que el malogrado autor se pasara una temporada insomne con En busca del tiempo perdido o El ruido y la furia o El Quijote. Imagínense el tirón de ventas. Perra vida.
Los editores prefieren airear sus novedades a costa de minimizar el fondo, que es (bueno: era) su verdadera fuerza
Fotografías
Leo en Susan Sontag: "La fuerza de una fotografía reside en que preserva abiertos al escrutinio momentos que el flujo normal del tiempo reemplaza inmediatamente". He vuelto a tener esa sensación de instante eternamente detenido (¿otro desafío a Dios, como el zigurat de Babel?) ante una foto (1961) de William Claxton en que una radiante Natalie Wood posa, ataviada con vestido negro de generoso escote y sin mangas, en la terraza de un edificio de la Quinta Avenida durante una sesión para la promoción de Amores con un extraño, de Robert Mulligan. La placa es una de tantas memorables incluidas en Retratos, de Fergus Greer (Electa), un estupendo (y asequible) álbum en el que se recogen algunos de los mejores retratos realizados por grandes fotógrafos contemporáneos, tanto a iconos populares (del cine, de la música, de las finanzas, de la política) como a personajes anónimos. Y con un valor (didáctico) añadido: como si se tratara de trucos desvelados por magos generosos y enloquecidos, las circunstancias y técnica de cada fotografía vienen explicadas por su respectivo autor. Por ejemplo, la de Natalie -permítanme la confianza: me enamoré de ella cuando la vi en Esplendor en la hierba- "fue tomada con una Leica M3 con película Plus X", lo que me interesa mucho menos que la revelación de que, a pesar de lo que pudiera sugerir su leve vestido, "hacía tanto frío que aguantamos fuera dos minutos antes de volver a la habitación". Completo mi día dedicado a la fotografía con la lectura a saltos de Ligeramente desenfocado (La Fábrica), las interesantes memorias (ilustradas con increíbles fotografías) compuestas por Robert Capa durante la Segunda Guerra Mundial, a cuyos escenarios (del norte de África al París liberado, de Italia a Normandía) fue enviado por Collier's como corresponsal gráfico. Y en los que se desplazaba siguiendo a los soldados aliados, aunque, a diferencia de ciertos modernos colegas suyos "incrustados", Capa tenía demasiado apego a la verdad como para convertirla en la primera víctima de la guerra. Un libro estimulante que nos revela aspectos inéditos del más conspicuo fotógrafo bélico del siglo XX.
Final
Del siniestro chorreo de muertes ilustres de esta absurda primavera, alguna demasiado cercana en edad y escalofríos ("¡allí sopla!", exclamaron los vigías del Pequod cuando avistaron a Moby Dick), lo único que saco en conclusión es que, puestos a emprender el postrero viaje, cada cual debería poder elegir al encargado de redactar su obituario. Resulta una triste gracia que, después de abandonar con más o menos dignidad este valle de lágrimas y decir adiós a lo que se deja atrás (sin saber a ciencia cierta si ya se acabó todo del todo o si ha llegado el momento de la cita con las huríes en el Paraíso), venga quien le escriba el necrológico artículo (a menudo in articulo mortis) sin más posibilidad de réplica por parte del interesado que la más bien inútil de revolverse en la tumba lamentando no haber dejado en la mesilla de noche (o en el despacho del notario) un hológrafo con instrucciones autobiográficas acerca de quién, cómo y dónde se debería ocupar del trámite. Me parece tremendo que el último recuerdo del finado o finada -cuando ya ha sustituido el bollo por el hoyo- quede en manos de quienes -ya sea mediante ditirambos faraónicos, en el caso de buena voluntad, o vergonzante censura, en el del subrepticio arreglo de cuentas- pudieran entregarse por su cuenta al barato ejercicio de modificar el pasado. Cuando yo muera -lo que quizás ocurra alguna vez, de acuerdo con las encuestas más fiables- me gustaría que la encargada (para estas cosas me resulta más apropiada la prosa femenina) de redactar mi obituario no ocultara mezquindades ni rarezas, no omitiera mis filias o mis fobias (sobre todo las literarias), ni que en vida pesé kilos de más (no me agradaría que empleara la palabra "obeso", tan redonda), o que siempre preferí una buena hamburguesa (ojo: he dicho "buena") a una sinfonía visual realizada por uno de esos "artistas" gastronómicos que repiten una y otra vez en las páginas de cultura. Si muero -es un decir-, téngase en cuenta. Aunque no sea famoso y mis lectores no pasen (todavía) de improbables. Y, ahora, a tocar madera, no vaya a ser que.
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