Mística de patio suburbial
Realizador de videoclips reciclado en cineasta -condición que, a los ojos de la crítica ortodoxa, debería haber superado los perfiles disuasorios que tenía en los ochenta-, el estadounidense Mark Pellington es una de esas anomalías que, de vez en cuando, se manifiestan en el paisaje del cine comercial: no puede hablarse propiamente de un autor, pero sus películas se aproximan de manera tan transversal al lugar común que se desvanece la sospecha de hallarse ante un manufacturero de cine de consumo.
Sorprende, también, que en sus muy heterogéneos trabajos -a excepción de la película concierto U2 3D (2007)- se detecte no tanto un discurso unitario como un común interés por la capacidad redentora o autodestructiva de esas funciones o disfunciones de la mente que solemos denominar paranoia, superstición o fe. Tras sus ejercicios sobre la conspiranoia -Arlington Road (1998)- y la credulidad alrededor de lo sobrenatural -Moth-man, la última profecía (2001)-, Pellington y su guionista Albert Torres proponen en El milagro de Henry Poole una excéntrica pieza de existencialismo suburbial que se transfigura en evangelio multiusos, ideal para renacimientos espirituales de jardín trasero: un forzado punto de encuentro entre la poética de John Cheever y el placebo de los libros de autoayuda.
EL MILAGRO DE HENRY POOLE
Dirección: Mark Pellington. Intérpretes: Luke Wilson, Radha Mitchell, Adriana Barraza, Richard Benjamin, Rachel Seiferth.
Género: drama. EEUU, 2008.
Duración: 99 minutos
Luke Wilson invierte todo el potencial introspectivo de su mirada en dar densidad al personaje del título: hijo de matrimonio conflictivo que regresa al paisaje de infancia para morir... hasta que una vecina descubre la materialización del rostro de Jesucristo sobre el estucado de la casa del recién llegado. Lo que sigue es una lección ilustrada sobre la engañosa aplicación del espíritu indie como mera textura de un producto mucho más convencional de lo que Pellington estaría dispuesto a reconocer: un canto a las virtudes de la fe, en cuya banda sonora, por fortuna, se evita la grandilocuencia kitsch de Antony and the Johnsons.
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