Nadie es imprescindible
Podría aceptarse que el señor Trillo, dirigiendo un ministerio tan complejo y descentralizado como el de Defensa, no estuviera al corriente de las negociaciones a la baja de los aviones contratados para trasladar tropas al extranjero. Podría también pensarse que no es culpable de las equivocaciones en las identificaciones de los cuerpos, aunque sí lo parece de las prisas en organizar los funerales de Estado, decisión ésta que bien pudo provocar la cadena de despropósitos que esta decisión causó. Podría excusarse su silencio posterior, un mutismo que incrementó el dolor e indignación de las familias, para proteger una institución maltrecha tras el duro golpe de fieles servidores caídos en un accidente indigno.
Aunque pudiera aceptarse todo lo anterior, el señor Trillo debería irse, abandonar su escaño y dar por terminada su carrera política. No es un funcionario, sino un representante de los ciudadanos. No es imprescindible, porque en democracia lo fundamental no son las personas sino los valores en los que se enmarca la soberanía popular. Es además un intelectual reputado, un especialista del derecho; y esto debiera curarle de glorias pasajeras, apartarle de especulaciones terrenales, conducirle hacia la razón contrastada y la ética trascendente.
La muerte de un grupo numeroso de subordinados en tales circunstancias, el dolor continuado de las familias tras el descubrimiento de los errores, la condena ahora de sus subordinados directos, deberían hacer aceptar al señor Trillo que su carrera política ha llegado a su fin. Sería un favor a la democracia de este país y a la credibilidad de sus representantes.
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