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Columna
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Los libros que perdí

Hace poco más de seis años, cuando pensaba en posibles temas para una columna de opinión que una revista colombiana tuvo la gentileza de ofrecerme, tuve que hacer un viaje a Barcelona, así que comenté el asunto con el escritor Roberto Bolaño, que por esos años escribía una página en un diario chileno. Bolaño, que tenía rápidas y contundentes respuestas para todo, me dijo: "No te metas en política, más bien escribe sobre los libros que has perdido". Fue lo que intenté hacer, grosso modo, pero siempre pensé que debía cumplir su propuesta a rajatabla. El primer libro que perdí, muy lamentado a lo largo de los años, fue una edición en español, en la editorial Edhasa, de Viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinand Céline. Fue en una pensión de Lisboa, cuando era estudiante de filología y viajaba por Europa con un morral. Recuerdo sus tapas amarillas y una sensación de tristeza me oprime el corazón, pues lo adoraba, con sus páginas color hueso y la ilustración de la portada, que era el cuadro El grito, de Edvard Munch. Ese libro debe estar en algún lugar, en quién sabe qué perdida biblioteca, y hoy, veinte años después y a pesar de que lo tengo de muchas formas, en español y en francés, sigo recordando esa vieja edición y a veces pienso que la verdadera novela, la que me provocó un aterrador cataclismo, fue ésa y sólo ésa. La que perdí. Pero sigamos con esta historia triste: mi edición de Juntacadáveres de Onetti, en la vieja Seix Barral, desapareció en el compartimiento de un vagón de tren en Trieste. Me faltaba por leer el capítulo final y tal vez por eso es un libro que nunca he acabado de leer, una especie de castigo impuesto. Me suele suceder con Onetti. Como si uno debiera merecer sus páginas o al menos guardarlas para un día muy especial, que en mi caso aún no ha llegado, o que no he merecido. ¿Y mi edición de El cuarteto de Alejandría, también de Edhasa, con su caja color ocre? La pérdida sucedió hace más de diez años; claro que en este caso tengo una hipótesis e incluso sospecho de alguien, pero sería prematuro hacer afirmaciones. Los comediantes, de Graham Greene, en Suramericana, se mojó en el mar de Almería y quedó disuelto, con las letras desparramadas sobre la arena, mientras yo intentaba seducir (sin éxito) a una azafata de Scandinavian Airlines recitándole el principio de Hambre, de Knut Hamsun: "Era el tiempo en que yo vagaba con el estómago vacío por Cristianía, esa ciudad singular que nadie puede abandonar sin llevarse impresa su huella", pero ella no sabía quién era Hamsun ni le interesaba, y además era islandesa. Maestros antiguos, de Thomas Bernhard, en Alianza Tres, se quedó en un hotel de Cartagena de Indias que luego quebró y en cuyo local, hoy, funciona una peluquería unisex que se llama Atrévete, pero yo añoro sus páginas, y aún recuerdo una frase durísima que dice: "La mayor parte de la gente es estúpida durante toda su vida porque admira". Pero volviendo a Bolaño, ahora que me encuentro con la versión inglesa de su monumental 2666 en las vitrinas de todas las librerías de Nueva Delhi y a The Times of India dedicándole una página de elogios en su edición dominical, me digo que los mejores libros que perdí, los que todos los lectores perdimos, fueron aquellos que él debió escribir y no pudo en los muchos años que mereció vivir. Rulfo dijo que había escrito Pedro Páramo porque le faltaba en su biblioteca, y así, en las bibliotecas de todos, quedará para siempre el vacío de esos libros extraordinarios, los libros de Roberto Bolaño que no existirán ya nunca y con los cuales sólo podremos soñar. -

Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) es autor, entre otros libros, de El síndrome de Ulises y Los impostores (Seix Barral).

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