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Columna
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La hipoteca del poder

En la separación del poder político de la propiedad privada descansa la superioridad del Estado constitucional sobre todas las demás formas políticas que se han conocido en la historia de la humanidad. Hay muchas otras cosas por las que el Estado constitucional se singulariza y por las que resulta preferible en cuanto forma de organización del poder a cualquier otra, pero ésa es la esencial.

El poder no es de nadie y, como consecuencia de que no es de nadie, tiene que ser de todos. De ahí que únicamente se pueda hablar en propiedad de Estado constitucional cuando el sufragio universal es el instrumento a través del cual son elegidos los gobernantes. Esto vale, obviamente, para todos los niveles en que el poder se ejerce.

En el día de hoy esto no se discute. La época del sufragio censitario, de la exigencia de estar inscrito en el censo de fortunas para poder ejercer el derecho de sufragio, pasó a la historia y a nadie en su sano juicio se le ocurriría ni siquiera añorarla.

Constitucionalmente, pues, el problema está resuelto. Las normas relativas a la constitución de los poderes del Estado, de las comunidades autónomas o municipios no permiten la menor ambigüedad en este punto. La confusión entre el poder político y la propiedad privada en el Estado constitucional se contempla en el Código Penal. Es la conducta expresamente prohibida.

En esa confusión es en lo que consiste la corrupción, que no es, en última instancia, más que la privatización del poder, la subordinación, por vías soterradas y espurias, del poder político a la propiedad privada. Formalmente el titular del poder político opera como si fuera exclusivamente portador de la voluntad general, pero materialmente está sometido o condicionado en su expresión de la voluntad general por voluntades particulares.

Nunca se podrá poner fin a esta confusión de manera completa. Ningún Estado democrático va a estar libre de corrupción al 100%. A lo más que se puede aspirar es a reducir lo más posible las conductas corruptas. De la misma manera que siempre hay un índice de inflación o de deflación, o de contaminación ambiental, siempre habrá que contar con un índice de corrupción.

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Lo importante es ser conscientes de ello y no bajar la guardia nunca. En este sentido es fundamental que la interpretación que se haga de las normas jurídicas relativas a la confusión entre el poder político y la propiedad privada sea una interpretación estricta, en la que predomine la presunción de que la apariencia de corrupción es corrupción.

Y todavía más. Que se dicten normas que no dejen prácticamente margen a la interpretación. En lo que a la corrupción afecta, no debe haber la más mínima zona de penumbra entre lo que es una conducta jurídicamente punible y otra simplemente reprobable desde una perspectiva moral. Lo que es moralmente reprobable en este terreno tiene que estar también tipificado penalmente. Y tiene que estarlo de tal suerte, que la interpretación que se haga de la norma penal no deje lugar a dudas.

A la luz de lo que vamos sabiendo en estos últimos meses, resulta más necesario que nunca la vigilancia en este terreno. No debe haber diferencia entre lo grande y lo pequeño. Debe haber una prohibición total y debe ser el titular del poder público el que debe de tener que acreditar que en su conducta no se ha producido nunca la confusión de lo público con lo privado. Si ha habido regalo, ha habido corrupción. Y si hay indicios de que el regalo se ha producido, es el titular del poder el que tiene que destruir el valor de dichos indicios. El poder hipotecado es la negación del Estado constitucional.

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