Prehistoria digital
Resulta que nosotros, lectores creciditos, hemos estudiado en la prehistoria digital. Así hablarán nuestros nietos o biznietos: los abuelos, qué flipe, se criaron en la prehistoria digital, sin ordenador, sin Internet, sin pizarra electrónica ni nada. Qué carrozas vamos a parecerles si rememoramos antiguallas tales como los cuadernos Rubio o el olor de las tizas que blanqueaban nuestras manos...
Pues sí, la digitalización de la escuela ya está en marcha y, por lo que parece, en una sola generación estará plenamente instalada. La medida que anunció Zapatero de dar un ordenador portátil a cada alumno de quinto de Primaria, de 10-11 años (y, de ahí en adelante, pronto a todos los demás), está a punto de hacerse realidad. La idea es, según el Ministerio de Educación, que "el niño acabe yendo con su portátil al colegio en vez de con la mochila llena de libros". Era previsible. La revolución digital no podía dejar de aplicarse a todos los ámbitos, incluido el educativo. Y es que las ventajas que ofrece son tan claras que difícilmente podemos estar en desacuerdo. Ahora bien, tampoco podemos dejar de reflexionar sobre lo que ese cambio supone, sobre su sentido y sus límites. Sobre todo teniendo en cuenta que hay tanta gente hechizada por la tecnología, que tiende a confundir la sofisticación de los medios con la mejora del fin.
En efecto, la cuestión es que la educación, por mucho que se llene de pantallas interactivas que contengan la más completa enciclopedia jamás imaginada, seguirá exigiendo lo que siempre ha exigido del alumno: esfuerzo, esfuerzo y esfuerzo. El que hace falta para llegar a interpretar, entender, estructurar, memorizar y jerarquizar todo ese maremágnum de información. El esfuerzo para desarrollar los hábitos de la concentración y del pensamiento abstracto y conceptual. Y ello va en gran medida en contra del uso habitual que hacen los jóvenes de los medios digitales como fuente de continua estimulación sensorial. Ese ritmo trepidante poco tiene que ver con el que exige la lectura pausada, la concentración silenciosa.
Leo que ni los más entusiastas proponen que las clases digitalizadas ocupen más del 50% del horario escolar. Por ahora, al menos, no parece que se vayan a desterrar del todo lápices, libros y cuadernos. Pero, ¿y a medio plazo? Hacia 1942, Heidegger se lamentaba de que la extensión de la máquina de escribir estaba degradando la palabra escrita, esa palabra que en el texto manuscrito es tan reveladora del carácter y de la singularidad de la persona. La máquina, al ocultar la grafía de la mano que escribe, hace "a todos los hombres iguales", denunciaba; la técnica es un inmenso aparato de homogeneización, de despersonalización. Ah, pero qué cómodo es utilizar esa escritura estándar de la máquina o del ordenador. ¿Escribir a mano terminará también siendo una antigualla, como los cuadernos Rubio, como la tiza olorosa?
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