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Columna
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La otra mejilla

La Iglesia católica es libre de tirar piedras contra su propio tejado, pero sorprende que lo venga haciendo en los últimos meses con tanta perseverancia. Ya el Papa tuvo que ser reconvenido por la canciller Angela Merkel y tuvo que rectificar como consecuencia de la rehabilitación de varios obispos que negaban el Holocausto y ha estado a punto de ser censurado en el Parlamento Europeo como consecuencia de sus declaraciones negativas acerca del uso del preservativo para evitar la propagación del sida. No entiendo cómo la jerarquía eclesiástica no percibe que la paciencia de las sociedades democráticas con sus salidas de tono en asuntos en los que están en juego la vida y la salud de una enorme cantidad de personas, por lo general en las zonas más pobres del planeta, se está agotando. Resulta difícilmente soportable el desprecio con que la jerarquía eclesiástica se dirige a las autoridades civiles democráticamente constituidas en asuntos en los que lo que deberían hacer es guardar silencio y pedir perdón.

En España ese desprecio es todavía superior al que se produce fuera de nuestras fronteras y en Andalucía casi me atrevería a decir que todavía más que en el resto del Estado. ¿Cómo es posible que se pueda aceptar que, en el momento en que se estaba tramitando la reforma del Estatuto de Autonomía, los obispos de nuestra comunidad difundieran un comunicado en el que se atacaba frontalmente dicha reforma? ¿Cómo es posible que se pueda aceptar que el arzobispo de Granada acabe de hacer público esta misma semana un comunicado en el que vuelve con la superchería de que no es el no uso sino el uso del preservativo una de las causas de la propagación del sida y que hay que atribuir la responsabilidad de ello a quienes llaman matrimonio a la unión de personas del mismo sexo?

¿Es razonable que, en tales circunstancias, un Estado sacrifique parte de la recaudación tributaria para financiar a una confesión que se expresa respecto de él con el desprecio con que la Iglesia católica lo hace? ¿Por qué, como ocurre en Alemania, por ejemplo, no se regula el impuesto general sobre la renta de las personas físicas de tal manera que el ciudadano que quiera contribuir al sostenimiento de una confesión religiosa pague una cantidad adicional y no se detraiga dicha cantidad de lo que es su contribución al "sostenimiento de los gastos públicos", que es lo que dice el artículo 31 de la Constitución? ¿Debe mantener el Estado una asignatura de religión impartida por un profesorado designado por los mismos obispos que descalifican a dicho Estado en los términos en los que la jerarquía eclesiástica viene haciéndolo?

Obviamente, no se me pasa siquiera por la imaginación negar el derecho que asiste a los miembros de la jerarquía católica a expresarse en los términos en que lo hacen. Por supuesto que son ciudadanos españoles, como todos los demás, y que pueden ejercer todos los derechos constitucionalmente reconocidos sin más límites que los que los demás tenemos. Nada hay que reprocharle constitucionalmente al arzobispo de Granada por expresarse en los términos en que lo hace.

El reproche tiene que ser dirigido a las autoridades civiles que permiten la pervivencia de un marco jurídico en el que acaban siendo amparadas conductas despreciativas de principios y normas en los que descansa la convivencia en democracia. Que cada palo aguante su vela. La jerarquía eclesiástica es libre para decir lo que estime pertinente, pero que no lo haga manteniendo privilegios carentes de cualquier justificación objetiva y razonable. Las autoridades civiles no pueden estar permanentemente poniendo la otra mejilla. Ya está bien.

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