Apocalipsis
Vete tú a saber si en realidad nos reímos demasiado pronto del cambio de milenio y de esas tonterías del efecto 2000; a ver si los astrólogos y las profetisas con el rímel corrido, por no hablar de Paco Rabanne y los frikis que rastrean conspiraciones planetarias por Internet van a tener razón y el inicio de un nuevo siglo, esa nimia variación en el orden o la cantidad de cifras que alojan nuestros calendarios, va a significar algo y va a esconder debajo de su aparente inocencia cataclismos de magnitud bíblica, amenazas de criaturas venidas del abismo exterior, epidemias, bancarrotas, guerras de religión y hechos tan violentamente sobrenaturales que erizarían los cabellos del más curtido exorcista. Porque asomarse hoy al televisor o examinar distraídamente la cabecera del periódico equivale a recibir una andanada de signos de exclamación y angustiados avisos de la proximidad del Apocalipsis: apenas media docena de siglos atrás, cualquiera de estos sucesos habría sido identificado como un presagio irrebatible de que la marcha de los tiempos renquea y el universo, descompuesto, entra en fase de agonía.
Dejando de lado las onerosas infracciones del orden natural que podrían suscitar la cólera de la divinidad (hombres que se casan con hombres, mujeres convertidas en hombres que conciben niños, mujeres inseminadas a través de una pipeta, niños fabricados a partir de un desecho dorsal de su hermano mayor, ovejas, moscas y parásitos cocinados en laboratorio), hemos de soportar atentados terroristas que reducen a migajas las torres, guerras en el confín del mundo entre sectas que adoran a mesías rivales, sequía, malas cosechas que encarecen los alimentos y convierten los vientres de pueblos enteros en cáscaras vacías, la devaluación del oro y el extravío de las propiedades, la rebaja drástica del príncipe a mendigo, la extensión mundial de una enfermedad que viaja secretamente a través del aire y que puede infectar los pulmones del vecino sin que un leve roce de alas o un suave suspiro avise de su irrupción.
Y las calamidades no acaban aquí, pobre raza afligida. Creíais haber apurado el cáliz de vuestras congojas con esa plaga transmitida por el más inicuo de los animales, el cerdo, cuando algo todavía peor se aproxima a vosotros desde las inmensidades del espacio exterior. Pues ciento ochenta científicos e ingenieros de diversas naciones, congregados en Granada al amparo del Consejo de Defensa Planetaria, acaban de dictaminar que en menos de treinta años el pérfido asteroide Apofis, cuyo nombre vale por Caos, puede impactar contra la Tierra y, si no reducir todas vuestras ciudades a barajas desplomadas, sí excitar tsunamis que las engullirían como a castillos de arena.
Pero quizá, igual que se tuerce un lápiz al introducirse en un vaso o surgen piscinas en el asfalto bajo el sol de agosto, todo se trate de un mero efecto óptico. Quizá el televisor y el periódico amplifiquen los objetos al aproximarse a ellos y conviertan en rinoceronte al escarabajo pelotero y vean un cráter lunar donde existe el acné de un adolescente acomplejado. Quizá esas guerras ubicuas no son mucho peores que las carnicerías que masacraron a un tercio de la población mundial cuando todavía existían colonias e imperios, quizá la quiebra no resulte tan severa si los hoteles siguen llenándose en vacaciones, quizá una pandemia de gripe no signifique la extinción de la humanidad cuando todos pasamos religiosamente nuestros inviernos entre estornudos y polvitos efervescentes sin mayores secuelas que un resquemor en las articulaciones. Quizá el aburrimiento, que es la auténtica epidemia, nos ha llevado a exigir nuevas emociones y peligros a cada día que amanece, y que los noticiarios se parezcan más y más a un serial de aventuras. O de terror, que hay para todos los gustos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.