Lo que va a cambiar en Euskadi
La sociedad vasca ha asumido con naturalidad el relevo en Ajuria Enea. El PNV debería reflexionar sobre sus errores, empezando por el de haber dejado de ofrecer confianza y seguridad a los vascos no nacionalistas
No es una exageración retórica afirmar que Euskadi se ha adentrado esta semana en un tiempo nuevo. La salida del poder autonómico del PNV, el partido que lo ha patrimonializado por espacio de 30 años, adquiere casi la dimensión de cambio de un régimen y puede dar pie a importantes transformaciones en el seno de la sociedad vasca. No tanto en su estructura constitutiva, que se ha mantenido tenazmente plural a lo largo del tiempo pese a las influencias y presiones ambientales, sino en sus percepciones y actitudes. En realidad, el cambio personificado en la investidura de Patxi López como lehendakari el martes pasado comenzó a verificarse al menos un año antes de que los resultados de las elecciones vascas del 1 de marzo lo hicieran posible. Concretamente, cuando el Partido Socialista concluyó que su inclinación histórica al entendimiento con el nacionalismo no podía fraguar con un PNV atado por Ibarretxe a la búsqueda inmediata del reconocimiento del "derecho a decidir" (la autodeterminación): y sobre todo, cuando la sociedad vasca evidenció que, aunque vote mayoritariamente a opciones nacionalistas en las autonómicas, no es proclive a sacrificar por proyectos temerarios los niveles de bienestar, reconocimiento de la cultura propia y convivencia entre diferentes que ha aportado el Estatuto de Gernika de 1979.
El acuerdo entre el PSE y el PP viene de su condición compartida de víctimas no amparadas
Escrutado por la mitad que vota nacionalista, Patxi López debe ser cauto en el terreno simbólico
Es cierto, sin embargo, que el relevo en el Gobierno vasco tiene algunas notas singulares. La alternancia ha sido factible porque se impidió participar en las elecciones al partido que justifica el terrorismo de ETA y que en anteriores oportunidades permitió gobernar en minoría al PNV. Además, el partido que va a gobernar en solitario no ganó los comicios, sino que se quedó a cinco escaños y 80.000 votos del primero. Y va a hacerlo, además con el apoyo externo de su gran adversario en la política nacional, el PP, y después de haber negado que pactaría con él, como también se afanan en recalcar los portavoces nacionalistas. Sin embargo, estas circunstancias, en lugar de asentar la teoría conspirativa desarrollada por el lehendakari saliente -la existencia de una férrea "estrategia de Estado" urdida para españolizar Euskadi-, interpelan al propio PNV. En algo ha tenido que equivocarse en estos diez años, desde el Pacto de Lizarra a esta parte, para que su desalojo del poder haya sido sentido como una necesidad por dos formaciones antagonistas en lo ideológico, a diferencia de lo que sucedió en las transiciones vividas en Cataluña y Galicia.
La anormalidad del cambio no proviene del hecho de que se hayan puesto de acuerdo socialistas y populares para sumar la mayoría parlamentaria que no alcanza el PNV, sino de las razones que han motivado ese entendimiento. Dicho resumidamente: el ensimismamiento del nacionalismo institucional en un discurso identitario que hace chirriar la cohesión de la sociedad vasca, y, conectado con aquel, una llamativa falta de empatía -o de compasión, en su más propia acepción de "padecer con"- hacia los vascos que por sus convicciones tienen que vivir bajo la amenaza terrorista.
Aunque para el PNV sea más reconfortante la versión conspirativa, el impulso principal del acuerdo PSE-PP ha venido de su condición compartida de víctimas no suficientemente amparadas por quien gobernaba. Las intervenciones de Ibarretxe y Joseba Egibar en la investidura, criticando la ausencia de los excluidos por no desvincularse de la violencia y olvidándose de los amenazados y señalados "objetivo prioritario" por ETA, despejaron las dudas que socialistas y populares pudieran mantener sobre el paso dado. Ganando las elecciones con holgura, el PNV ha perdido el gobierno porque con el liderazgo esquinado de Ibarretxe se alejó de la centralidad y dejó de ofrecer, como en el pasado, confianza y seguridad a los vascos no nacionalistas.
Esas circunstancias excepcionales en las que se produce la llegada del PSE al poder en Euskadi pueden condicionar la viabilidad futura del Gobierno de Patxi López, pero no necesariamente en sentido negativo. Ser conscientes de que sus actuaciones y gestos serán minuciosamente escrutados por la mitad de la sociedad que vota nacionalista y recibe al nuevo Ejecutivo con desconfianza, cuando no con hostilidad, debe ayudar a moverse con cautela en los ámbitos simbólicos y evitar los resbalones que propicia la suficiencia.
El cambio, sobre todo si discurre por los cauces de contención y ausencia de revanchismo enunciados, permitirá calibrar algunas percepciones respecto a Euskadi, que no se sabe muy bien si responden a realidades sociales estructuralmente asentadas o son consecuencia del efecto combinado de tres décadas de gobierno nacionalista y la persistencia de una violencia que invoca motivos políticos. Una de ellas es la supuesta existencia de una clara "mayoría sociológica" abertzale, argumento utilizado por Ibarretxe para tratar de minar la legitimidad democrática del nuevo Gobierno y, antes, para impulsar sus planes soberanistas. Es cierto que las elecciones autonómicas siguen arrojando un voto mayoritario a las opciones nacionalistas, pero éste ha ido decreciendo a contrapelo de la intensa promoción social que aquéllas han hecho de sus referentes y preocupaciones. En los últimos comicios, apenas dos puntos porcentuales separan a esos dos bloques, que la ciudadanía vasca no siente como tales.
El empeño de los violentos no ha logrado establecer dos comunidades netamente separadas. Los estudios sociológicos vienen repitiendo que la cuestión identitaria, tan presente en los debates que propone el nacionalismo, apenas preocupa a los ciudadanos de Euskadi. Y aunque son muy acusados el sentimiento de pertenencia al país y el deseo de autogobierno, eso no se traduce en posiciones extremas. Al contrario, el 60% de los ciudadanos ve compatible su doble identidad vasca y española (el 38% dice sentirse tan vasco como español y el 22%, más vasco que español, según el Euskobarómetro de la UPV de octubre de 2008). Al mismo tiempo, el paro, la situación económica, la vivienda, la salud, las pensiones y la educación constituyen, por delante del "conflicto y la situación política" y la violencia, las principales preocupaciones personales de los vascos, según el Sociómetro Vasco del pasado abril.
Pese a las peculiaridades que le ha aportado su cultura e historia, la vasca es una sociedad moderna y más normal que lo que se ha pretendido difundir. De ahí que haya asumido con enorme naturalidad el relevo en Ajuria Enea, del mismo modo que no se lanzó a las barricadas, como pronosticaron algunos, cuando el Estado decidió utilizar todos los resortes democráticos para que no puedan acceder a las instituciones los que ven compatible la política con el asesinato del adversario.
Resulta difícil anticipar cómo responderá esa sociedad a la agenda, tranquila en los objetivos y firme en los principios, que propone el nuevo Gobierno. Lo juzgará, en cualquier caso por sus aciertos y errores a la hora de encarar los efectos de la crisis, mantener y mejorar los servicios públicos y abordar la deslegitimación social de la violencia. Sin olvidar, por supuesto los aspectos simbólicos, como la cuestión de la lengua, donde las sensibilidades van a estar más vigilantes.
Patxi López no va a disponer de cien días de gracia, pero tampoco el PNV está en condiciones de desarrollar la oposición sin cuartel que anuncian los más aguerridos. De hecho, le va a resultar más sencillo aplicarla en Madrid, donde ya lo está haciendo con fruición de la mano del PP, que en el País Vasco. Cuando se le vaya pasando el estupor de verse fuera de unas instituciones que ha llegado a considerar de su disfrute exclusivo, se dará cuenta de que su propio electorado no entendería que perjudique al conjunto del país para dañar al adversario. Por otro lado, el paso a la oposición le da la oportunidad al PNV de Iñigo Urkullu de reflexionar sobre las razones por las que un partido que en el pasado, y en situaciones de mayor debilidad, podía pactar a todas bandas, se ha visto incapaz ahora de encontrar un aliado suficiente. La marcha de Ibarretxe, su solución para ganar elecciones y su problema para seguir en el gobierno, puede facilitar la pendiente revisión doctrinal del nacionalismo institucional.
Es posible que la alternancia que se ha dado en Euskadi no se traduzca a medio plazo en cambios políticos y sociales de fondo, como no se han producido en Galicia o Cataluña, pero cada vez son más quienes piensan que tendrá efectos benéficos en un país que necesitaba cambios.
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