Memoria

Tras los prestigiosos premios obtenidos y los compromisos subsiguientes, Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931) fue abandonado por la poesía, incompatible con aquel ajetreo. Al cabo, una larga afonía lo obligó a guardar un silencio en el que se funden anécdota nimia y categoría simbólica. La salida de la afasia fructificó en los seis poemas de Extravío en la luz. Encabezan el libro dos textos teóricos de Amelia Gamoneda, hija del poeta, que reconstruye el tiempo en que, adolescente, observaba a su padre afanarse en la escritura de Descripción de la mentira (1976), y elabora una reflexión sobre los estratos de la memoria. El también poeta Juan Carlos Mestre ha colaborado con una veintena de grabados que no son ilustraciones de los poemas -como metafóricos "pies de texto"-, sino alumbradas por los poemas, igual que éstos lo fueron por la realidad a la que oscuramente remiten. El volumen no contiene un universo detallado en sus estancias principales; de ahí que sólo en un sentido convencional quepa considerarlo libro. En este anticipo de un libro futuro, son constantes las alusiones a la madre, a la semiótica del cuerpo, a la vesania de la guerra, a las abominaciones de la historia, al albor de la muerte. Una de las composiciones más eficaces, titulada 'Un equívoco', recorre la corporeidad con un realismo que se disuelve en su propia intensidad: "Amo el estambre celular, las heces / blancas al fin, el orificio / de la infelicidad, las médulas / de la tristeza, los anillos / de la vejez y las sustancias / de la niebla intestinal". Acaso sea el poema final, 'Ha de llover', el más llamado a captar atenciones por el modo en que enumera las estampas de un pasado lleno de sangre lavada por el agua, con esa crudeza que ha hecho de Gamoneda un poeta inmemorial con su memoria, sin embargo, a cuestas. Pero la joya de esta corona es 'Canción errónea', testimonio del mejor Gamoneda. Un sujeto andariego se adentra en los muladares de Cantamilanos, donde las moscas liban "en el algodón sangriento / de los hospitales" y los mendigos deambulan por mares de chatarra bajo la que se asfixia la yerba. Avanzando por las tejeras de la desolación, el autor siente cómo huye el mundo, pierde pie y cae a los abismos interiores. Allí es poseído por una conciencia que le lleva a cuestionar lo que el ojo ve y el oído oye, hecho un hilo de claridad a cuyo término alienta un único -y último- deseo: "Luz de mi agonía: ven". -