Miradas cruzadas
1 Las miradas cruzadas de un pintor a la poética de la modernidad y de un poeta a la pintura que trasciende a las modas y vaivenes de la cotización comercial resultan singularmente esclarecedoras en los dos campos artísticos. Una relectura atenta de la vasta obra crítica de Antonio Saura y del recién publicado volumen de ensayos de Andrés Sánchez Robayna, Deseo, imagen, lugar de la palabra, ilustran dicha convergencia fecunda.
Las reflexiones de Saura, tanto sobre la pintura como sobre la poética y la narrativa, traslucen una perspectiva cuya agudeza y hondura no abundan en nuestras tierras. Pocos artistas han analizado mejor que él las contradicciones de un mundo -el nuestro- en el que una serie de factores ajenos a la obra de arte prevalecen sobre la dinámica interna del creador y le fuerzan a doblegarse a las exigencias o caprichos de una sociedad en la que el afán de estar al día, la publicidad y las modas efímeras imponen cambios miméticos, y en la que los focos de la actualidad pasajera marginan las expresiones de la modernidad que persevera y circula a lo largo del tiempo.
Las obras destinadas a perdurar "vienen de lejos para iluminar el presente, o caminan desde el presente para fructificar en el pasado", escribe Saura
Sánchez Robayna examina con una lucidez y un conocimiento raros a dos de los pintores actuales que más estimo, Frederic Amat y José María Sicilia
Los criterios de rentabilidad y consiguiente sujeción a los gustos de una clientela configurada por los modelos promocionados en los medios de comunicación, aísla cada vez más al creador que no se somete a ellos. Si a esto añadimos "el simplificador y domado didactismo de la crítica", entenderemos mejor la distinción establecida por Saura entre lo que llama "el hipo de la moda" y la "moderna intensidad", distinción paralela a la que tracé en la pasada década entre el texto literario y el producto editorial.
En Escritura como pintura, Saura muestra la estrecha relación entre ambas, desde su génesis en el pintor, el narrador y el poeta hasta su percepción aleatoria por el gremio crítico y el conjunto de la sociedad. El solitario abrecaminos, nos dice, debe renunciar al narcisismo y a la patética necesidad de reconocimiento (y ello vale tanto para el pintor como para el escritor). Entroncando, no sé si a sabiendas, con Bajtin, añade: las obras destinadas a perdurar "vienen de lejos para iluminar el presente, o caminan desde el presente para fructificar en el pasado". Toda creación, insiste, es una aventura que no se sabe adónde conduce (en caso contrario, comentaba burlonamente Genet, no sería una obra de arte sino un trayecto en autobús), y la modernidad no supone el rechazo de la memoria del pasado, "sino su asentamiento en la vastedad del museo imaginario". La experiencia literaria y la pictórica responden así, a fin de cuentas, a un idéntico afán innovador.
Pero es sobre todo en su discurso en la Universidad de Castilla-La Mancha en donde la aspiración a la moderna intensidad del artista que fue y sigue siendo el paisano de Goya y Buñuel, busca y halla su hontanar, como José Ángel Valente, en el poeta español que más querido me es: me refiero, claro está, a San Juan de la Cruz. En el párrafo que cierra su discurso -'Hablando con Juan'- enumera las cinco condiciones o virtudes, del pintor solitario: desde "la de volar en lo más alto, en las más audaces aventuras" hasta la "de cantar y gritar con más espontáneo y libre lenguaje". La constelación de creadores que fecundaron la obra de Saura no sólo se compone de Velázquez y Goya, sino también del autor de Canto espiritual.
Fijeza, Crónicas y otros textos del pintor son asimismo un referente indispensable a la comprensión del arte de nuestros días en el que pintura y literatura andan a menudo de la mano, como muestran la poesía de Alberti, de José-Miguel Ullán o de Sánchez Robayna, y la admirable trama novelesca urdida por Max Aub en Josep Torres Campalans.
La biografía del supuesto pintor catalán, residente durante años en París, asiduo del círculo de artistas reunido en torno a Picasso y exiliado definitivamente en México, en donde habría fallecido en semivoluntario anonimato, es, en efecto, en palabras de Saura, "la cúspide de la literatura del testimonio fabulatorio". En su busca de una verosimilitud que sabemos ficticia -como lo es, por lo demás, la de todas las novelas realistas-, Max Aub acude a los recuerdos de conocidos pintores, críticos de arte y amigos del difunto Josep Torres Campalans, reproduce sus conversaciones con él y espiga máximas suyas, escritas u oídas de viva voz, en las que condensa su visión del arte ("pintar como se piensa, sin darse cuenta"; "coger el lienzo por sorpresa", etcétera). Pocos autores han expresado mejor que el presunto biógrafo la amargura de la derrota, el exilio y olvido de tantos escritores y artistas que defendieron con sus ideas y su labor creativa la causa de la República. De "aquello que no pudo ser", y de la conciencia de que si el "ayer se fue, mañana no ha llegado" (la anacrónica cita de Quevedo figura como epígrafe en Señas de identidad). Como dice Saura, después de subrayar la originalidad de Max Aub en cuanto investigador que indaga sobre el proceso mismo de la investigación:
"El autor, barajando una multiplicidad de informaciones, ejerce en su obra, tal como sucede en las pinturas cubistas, y especialmente en los papiers collés -en los cuales el destello no puede ser logrado más que a través de la yuxtaposición de materiales hallados-, un desdoblamiento facetario de la realidad para acabar por ofrecernos una realidad discontinua, tan real y coherente como puede ser la vida misma".
Los comentarios de Saura a El Criticón, cuyo texto ilustró con luminosa intelección, merecerían un capítulo aparte si el formato de estas páginas no lo vedara: "Novela filosófica en donde la realidad desaparece para dar paso a una gigantesca parábola moral", son otro ejemplo claro de la fecunda interacción entre el pincel y la pluma. La obra de Gracián, observa con melancolía, es más conocida y reeditada en Francia que en España (El Criticón, según me consta, fue uno de los libros de cabecera de Guy Debord) y son desdichadamente escasos los autores contemporáneos que han tenido la curiosidad de leerla (yo mismo lo hice de forma tardía, pese a mi amistad juvenil con el fundador de la Internacional Situacionista). No es de extrañar que la excepción más notable de este lamentable descuido sea obra de un poeta de raíces tan hondas y diversas como José Ángel Valente.
Rozaré para concluir las agudas observaciones de Saura en torno a la unidad del arte islámico "en cuanto producto de su propia unidad teológica" (una unidad que no excluye la diversidad de matices creada por los sustratos sociales e históricos en los que se asienta). En una treintena de líneas de una modesta nota a pie de página condensa lo que suele explayarse en farragosos volúmenes de sesudos profesionales: las críticas habituales a aquél, especialmente las que se refieren "a nociones de monotonía, decorativismo y repetición", señala, "carecen de sentido al considerar como negativo precisamente aquello que constituye su sistema estético". De una enjundiosa concisión es asimismo el párrafo dedicado al mudejarismo de España e Hispanoamérica, en la medida en que apunta al hecho diferencial que lo distingue, como el barroco, del arte que se desenvuelve en el resto de Europa. También el incentivo homenaje a Gaudí, a esa síntesis genial de medievalismo y de modernidad que le permite sintetizar, como Picasso y Godard en sus respectivos campos, toda la historia de las formas artísticas, revela su amplitud de miras, su auténtica cosmovisión:
"Los mosaicos del parque Güell en Barcelona constituyen no solamente un hermoso homenaje al arte islámico, sino también, en su ruptura contenedora de otro sentido diferente de lo sagrado, el collage más bello que la historia ha producido, ejemplar, además, en la historia del arte contemporáneo".
2 Deseo, imagen, lugar de la palabra, el reciente conjunto de ensayos de Andrés Sánchez Robayna sobre el que el periodismo literario hoy en boga pasó de puntillas, comprende no sólo un análisis riguroso del ars longa, vita brevis de la poética inmune al estéril reductivismo de la cronología sino también un enjundioso análisis de aquella pintura que ignora o desmiente los cuadros sinópticos producto de la inercia heredada del pasado y de la indolencia crítica. Los homenajes a Tàpies, Chillida y Broto son unos de los estudios más hondos y sugerentes de la labor de tres pintores que representan cabalmente a mis ojos la modernidad recuperada tras el desastre de la Guerra Civil y de la asfixiante dictadura que le sucedió. Su resistencia creadora a las pautas establecidas por el arte oficial abrió en efecto una brecha a través de la cual el mundo artístico español pudo sobrevivir a la magnitud de la catástrofe. Como dice Sánchez Robayna en las páginas que consagra al primero de ellos:
"En Tàpies la escritura se reencarna, se regenera. Perdida desde hace mucho, en Occidente, la potencia plástica de la letra y la capacidad signográfica (ideográfica) de la palabra, una gran parte del empeño artístico del pintor catalán ha consistido en restituir al lenguaje una fuerza que, encerrada en él, nos devuelve formas primigenias de percepción y de conocimiento".
Ajeno a toda compartimentación nacional o local, Sánchez Robayna examina con una lucidez y un conocimiento raros en nuestros predios a dos de los pintores actuales que más estimo -Frederic Amat y José María Sicilia-, pintores con quienes compartí además dos singulares manifestaciones artísticas: el espacio escénico creado por Amat para la ópera de José Sánchez Verdú, Pájaros en vuelo a Simorges, en su libre adaptación de mi novela Las virtudes del pájaro solitario, y el montaje teatral de José María Sicilia de Las mil y una noches, el núcleo seminal de todos los relatos, en el Centro de Arte contemporáneo de Las Palmas.
Como observa el poeta -¿puedo decir gran poeta?- tinerfeño, "la obra de Frederic Amat aparece marcada por el viaje", un viaje físico y mental, fruto de su curiosidad voraz y de su apertura a otros espacios culturales -Marruecos, México, India- que desestabiliza y descentra la mirada etnocéntrica y, como a través de los ojos de las moscas, impone una vertiginosa visión poliédrica. La proyección de Amat a territorios diversos le induce a calar en la materia que los subyace tras el brillo del exotismo y del fácil recurso al folclor, extendiendo así su campo de acción a una dimensión que trasciende a los límites de la tradición pictórica europea. Sin renunciar a los mejores logros de ésta -desde el art nou de comienzos del pasado siglo a la síntesis deslumbradora de Tàpies-, Amat es un artista que arraiga en el ámbito artístico mexicano, hindú o marroquí y se alimenta de ellos. El viaje a la materia le lleva a incorporar a su obra una serie de elementos de perturbadora disimilitud. Sus ilustraciones a la bella edición de Galaxia Gutenberg del libro infinito de Sahrazad, para citar un ejemplo, eluden las trampas de la ilusión realista y desvelan una admirable capacidad de fusión de lo tenido por opuesto. Sin dejarse apriscar en la calidez del pequeño contexto de los valores ensalzados por el esencialismo identitario, su arte tiende a asimilar la diversidad de manifestaciones artísticas de la especie humana. Asume la impureza y la mezcla frente al narcisismo castizo.
Las páginas de Deseo, imagen, lugar de la palabra sobre José María Sicilia son igualmente enjundiosas. Ilustrador también de Las mil y una noches; viajero, como Amat, a Marruecos e India; apasionado de las tradiciones artísticas forjadas en ese tejido hecho con trozos de distintas telas de las abstracción y de la caligrafía islámicas, Sicilia escapa igualmente a toda tentativa de clasificación. Como dice Sánchez Robayna:
"Ese trasiego de sociedades y civilizaciones, esa migración de culturas, interesa al pintor como un modo de acercarse a la complejidad del mundo contemporáneo y a sus símbolos más universales".
El trabajo de Sicilia con la cera -"la poética de la cera"- a partir de sus hermosas ilustraciones a las dos ediciones facsímiles del manuscrito de Canto espiritual, en las que asocia la expresión mística de San Juan de la Cruz al mundo y rituales de las abejas, visualiza la vertiginosa profundidad y sencillez del primer poeta de nuestra lengua, cuyo verbo no fecundó a ésta sino al cabo de cuatro siglos, en el nadir de la esfera celeste de José Ángel Valente.
Las miradas cruzadas de Antonio Saura y Andrés Sánchez Robayna hallan su punto de convergencia en quienes mejor encarnan el poder salvífico y el fulgor de la palabra: la narradora del Libro de los Libros y el místico de Ávila.
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