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Columna
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Salvados por la campana

Más allá del espectáculo mediático montado en torno a la primera visita del presidente Obama a Europa, la semana grande de la diplomacia internacional concluye con sensaciones encontradas. Por un lado, pese al evidente estiramiento facial que han sufrido las cifras manejadas por los líderes allí congregados, el G-20 ha acordado una importante inyección de liquidez para las economías emergentes. Esto supone una importante revitalización del Fondo Monetario Internacional (FMI), una institución sumamente desprestigiada que ahora tendrá que mostrar hasta qué punto es capaz de abrirse y representar los intereses de todos sus miembros, y no sólo de los más ricos y poderosos. Igual de importante para la economía mundial hubiera resultado que el G-20 hubiera tenido el coraje de comprometerse a concluir la Ronda Doha de liberalización comercial. Sin embargo, pese a las declaraciones de los líderes mundiales en contra del proteccionismo, éstos se han conformado con intentar estimular con medidas crediticias el deprimido comercio mundial.

Al final, la OTAN ha superado su crisis de los sesenta con razonable dignidad

También ha sido sumamente positivo el acuerdo en torno al reforzamiento de los mecanismos de supervisión del sistema financiero así como el aumento de la presión sobre los paraísos fiscales, por más que en todo ello exista una enorme gama de grises respecto al comportamiento de los propios miembros del G-20. Y cabe destacar por último el comportamiento de China, que comienza a darse cuenta de que necesita representar un papel mucho más activo y responsable en el sostenimiento de un orden multilateral del cual se ha beneficiado extraordinariamente en los últimos años.

Pese a la retórica de los últimos meses, nada de ello refunda el capitalismo global: en todo caso, más bien contribuye a salvarlo, aunque sea de sí mismo. Puede que el futuro sea verde, sostenible y equitativo, pero creerlo es hoy por hoy un acto de fe. En realidad, en el limitado horizonte electoral de muchos Gobiernos, un modelo de crecimiento basado en el consumo, las burbujas crediticias y las emisiones de CO2 es sin duda una opción preferible a la catastrófica situación actual.

Desde el punto de vista de las relaciones transatlánticas, el balance también es mixto. Aunque ha habido acuerdo en lo global, Estados Unidos y Europa no han sido capaces de concertar las medidas de estímulo fiscal que aplicar a sus propias economías. Los europeos se han zafado con suma habilidad de la presión de la Administración estadounidense, que demandaba un incremento sustancial del gasto público a este lado del Atlántico, y también en gran medida de la presión estadounidense para que se comprometieran más a fondo en Afganistán.

A cambio, Obama les ha dado a los europeos dos pequeños disgustos: promover negociaciones de desarme nuclear con Rusia sin concertarse primero con la OTAN y pedir públicamente la adhesión de Turquía a la Unión Europea. Lo primero ha dejado en evidencia a británicos y franceses, ambos con sus propios arsenales nucleares. Londres tiene además una (supuesta) relación especial con Washington, y París acaba de regresar a la estructura militar de la OTAN: no parece que el retorno haya sido especialmente elevado en ninguno de los dos casos. Lo segundo ha irritado a Francia y a Alemania, que lideran la oposición (soterrada) a que las negociaciones de adhesión con Turquía concluyan con éxito y consideran que Washington debe guardar silencio en un tema que tiene un importantísimo componente electoral en sus países. Aquí, España ha quedado más cerca de Estados Unidos que del eje franco-alemán: la vinculación entre la Alianza de Civilizaciones y la adhesión turca a la Unión Europea es clara en Washington y en Madrid, pero provoca rechazo en París, Berlín y otras capitales europeas, que consideran contraproducente reforzar la visibilidad de las diferencias culturales y religiosas que separan a Turquía de Europa. Un tema complicadísimo y de gran calado del que nadie quiere hablar abiertamente.

Al final, la OTAN ha salvado su crisis de los sesenta con razonable dignidad. Eso sí, su doble crisis de identidad sigue igual: en su escenario principal, el europeo, no sabe qué hacer con Rusia, y en su escenario secundario, Afganistán, no ha conseguido convencer a nadie de que puede ser decisiva. Así las cosas, y con un poco de suerte, dentro de diez años podrá celebrar los setenta sin haber decidido todavía su futuro. Aquí también lo prudente ha sido minimizar las diferencias, recortar pérdidas y esperar al cierre. La política y los mercados convergen.

jitorreblanca@ecfr.eu

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