Otra manera de gobernar
El pleno de constitución del Parlamento puso en marcha el pasado viernes un proceso todavía no experimentado en el País Vasco desde que se configuró en 1979 como una comunidad abarcadora de los tres territorios y que se acelerará con toda intensidad en el plazo de un mes: el relevo total en el poder autonómico del partido que ha estado al frente del Gobierno desde el primer minuto. La alternancia es siempre un tránsito complicado, sobre todo cuando la permanencia en el poder de la formación que debe desalojarlo se ha prolongado mucho. Supone la alteración de muchas expectativas personales e intereses creados por parte de los afectados, aunque el mayor cambio es de orden mental y afecta a toda la sociedad. Se trata de la dificultad transitoria de adaptarse a nuevos rostros y a un decorado político que modifica el paisaje conocido.
La reforma de la Administración es una tarea que sigue pendiente
La alternancia que se va a producir en Euskadi tiene algunas similitudes con las que vivieron Cataluña en 2003 y Galicia dos años más tarde, como el hecho de que no se ha dado por el hundimiento electoral del partido en el poder (CiU en el primer caso y el PP en el segundo). También comparten la circunstancia de haber cortado una larga etapa de gobierno, por lo que el acceso de otro partido al poder supone una especie de cambio de régimen. La nota diferencial está en que el acuerdo que hace posible el cambio se ha producido entre dos partidos sin afinidades ideológicas y, por el contrario, enfrentados con encono en el resto de España.
El reto de Patxi López como lehendakari será convertir esta aparente contradicción, que va a poner su Gobierno bajo observación de una gran parte de la ciudadanía (no sólo del nacionalismo, que seguirá sintiéndose usurpado), en un resorte positivo. Para ello tendrá que demostrar que su propuesta de gobernación no se reduce al "quítate tú para que me ponga yo" que le reprochan los desposeídos, sino que entraña un cambio neto en la concepción y el uso del poder recibido. López podrá considerar que su mandato ha sido un éxito si cuando éste llegue a su fin no ha creado más incomodidad en los sectores nacionalistas de la sociedad vasca que la provocada por los últimos gobiernos del PNV entre los no nacionalistas.
Para conseguirlo no basta prometer, como suelen hacer casi todos los gobernantes, que se ocupará por igual desde Ajuria Enea de todos los ciudadanos, y con especial sensibilidad de quienes no le votaron; y tampoco resulta suficiente mirarse en el espejo del antecesor para actuar de forma inversa. Lo habitual es que el cambio sea percibido favorablemente por quienes lo han propiciado, pero sólo adquiere consistencia positiva cuando desemboca en una sociedad más integrada y en una convivencia más armónica. Situar como centro de la acción de gobierno al ciudadano en su consideración plural, y no al proyecto y los intereses del partido, representa el necesario punto de arranque, pero esa voluntad no garantiza la consecución del empeño ni neutraliza las tentaciones que pone el poder.
Frente a la propuesta de algunos de "gobernar sin complejos", o, al menos, con las mismas licencias que se ha otorgado el nacionalismo en estas tres décadas, parece más recomendable una actitud de extrema prudencia y cuidado. No por falta de legitimidad, sino precisamente para evitar repetir las mismas desviaciones. Una de las principales (y de las más irresistibles) radica en la ocupación partidista de la Administración; en la concepción de ésta como extensión del partido y agencia de colocación de los adictos, y no como estructura pública neutra al servicio de los ciudadanos. La intensa y extensa penetración del poder político en la Administración vasca explica que, pese a su juventud, haya incorporado los vicios burocráticos de las más viejas administraciones, con sus rigideces e intervencionismos. Y de ahí que su reforma sea una tarea que sigue pendiente desde el tiempo en el que Juan José Ibarretxe era vicelehendakari con Ardanza. Porque difícilmente puede abordarse la modernización de la función pública si la cadena de nombramientos políticos y cargos de confianza que está al frente de los departamentos y del Gobierno y sus sociedades dependientes llega a los niveles alcanzados.
La ocupación patrimonialista de la Administración no deja de ser una forma de corrupción y no la menos inocua, porque va acompañada de ineficiencia, oscurantismo y falta de transparencia. Pero representa una tentación formidable para el partido que llega al poder, especialmente cuando tiene que sustituir a otro que durante largos años ha utilizado ese resorte como algo natural. Mucho antes de que los efectos de las medidas contempladas en el programa de gobierno lleguen a los ciudadanos, éstos van a poder catar el cambio en el modo en que el PSE se haga cargo del poder. Desde ese momento debería comprobarse que lo que se propone no es sólo gobernar de otra manera, sino ensayar otra forma de gobernar. Si se piensa bien, no es lo mismo.
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