Guía urbana del desamparo
Quizás llegue el día en que la influencia del cine de Alejandro González Iñárritu y Guillermo Arriaga -juntos o por separado- sea mesurada en términos de balance de daños. A primera vista, La buena vida, último premio Goya a la mejor película hispanoamericana y cuarto largometraje del chileno Andrés Wood -si no contamos El desquite (1999), producción realizada originalmente para televisión-, parece apelar a los mosaicos de desamparos y desconexiones que el ex tándem sublimó como género emblemático de la contemporaneidad, aunque, en este caso, el tremendismo aparece gratamente atenuado y a la grandilocuencia se le prohíbe, con buen criterio, la entrada.
Se pregunta el crítico si acaso el virus Iñárritu / Arriaga no ha intoxicado más su propia mirada de espectador que los propósitos de Wood, que quizás tenía en la cabeza otros referentes -no sólo cinematográficos, sino también literarios- anteriores al socorrido modelo de temporada.
LA BUENA VIDA
Dirección: Andrés Wood. Intérpretes: Francisco Acuña, Jorge Alis, Bélgica Castro, Manuela Martelli, Daniel Antivilo.
Género: drama. Chile, 2008. Duración: 108 minutos.
En La buena vida, Wood cruza los pasos de una serie de figuras sobre el trazado urbano de un Santiago de Chile donde el camino entre la realidad y el deseo siempre describe el trayecto más largo entre dos puntos, cuando no desemboca en callejón sin salida o, directamente, en precipicio. Está, por un lado, la trabajadora social obligada a negociar con las zonas de sombra de su esfera íntima. Por otro, el músico de talento, asfixiado bajo la losa del bloqueo generacional, y la prostituta enferma que entra y sale de plano hasta pulsar la nota más lúgubre del conjunto. Y, por último -en la que es la historia más memorable y menos previsible de La buena vida-, el peluquero parasitario e infantilizado obligado a enfrentarse a la memoria del padre.
Tras manejar con tanta precisión los apuntes antropológicos de La fiebre del loco (2001) como la evocación de la memoria histórica y sentimental de la contundente Machuca (2004), Wood compone en La buena vida su particular ejercicio de hiperrealismo urbano, con la complicidad de unos actores a los que parece resultarles fácil eso que en el cine español parece casi una quimera: creer que en la pantalla hablan, sienten y respiran personas y no personajes.