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Tribuna:Apuntes
Tribuna
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Descontento y violencia

A los jóvenes universitarios no se les puede negar un futuro acorde con las expectativas que se les habían ido anunciando desde niños sin que pidan cuentas. Se trata de la generación del Libro blanco para la reforma del sistema educativo (1989) y de la LOGSE (1990), que promovían una educación permanente que debía capacitarles para aprender por sí mismos. Qué curioso: ¿acaso se puede aprender de otra manera? Seguramente por sí mismos implicaba poner fin a un saber heredado inoperante ante los retos de la modernidad y, en consecuencia, el reconocimiento de esa porción de autodidactismo en la que puede germinar la genialidad (que no se hereda). Necesario final de un sistema para integrarse en una Europa que entonces parecía más moderna, rica y dinámica -pese a los estragos del thatcherismo- que hoy -con la indecencia del berlusconismo-, que estos estudiantes disconformes han tenido ocasión de conocer personalmente gracias a los programas Erasmus. Se trata de los universitarios que podían proyectarse al horizonte de Maastricht (1992) a condición de cursar con aprovechamiento sus estudios.

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Los anti-Bolonia la vuelven a liar

Tampoco el profesorado universitario anda boyante en estos momentos. Está demostrado que los docentes supieron transmitir durante la dictadura principios que otros sectores de la función pública no mantuvieron de igual modo. De no ser así no hubiera habido en España profesoras y profesores de cualquiera de los niveles educativos fieles a las libertades democráticas del ideario que hizo suyo la Segunda República, vertido puntualmente sobre distintas generaciones hasta llegar a la de los años setenta, cuando parte de la universidad contribuyó a poner fin al franquismo. Sin embargo, la vinculación a aquella loable transición no puede esgrimirse como garantía del mantenimiento de un certero perfil crítico y conciliador, entre otras cosas porque aquellos eran tiempos de los que apenas queda nadie en las universidades, excepcionalmente escenarios del recuerdo de aquella memoria, como se vio en la sede central de la Universitat de València. La parte más ética y responsable de la universidad sabe bien que la institución es lo que son las personas que la componen en cada etapa de modo que, para salvaguardar la idoneidad, hacen falta una actitud y una práctica negociadas desde la actualidad.

Únicamente la búsqueda de nuevos paradigmas y un cierto grado de disciplina mantienen la competencia del profesorado y para esas claves ha habido oportunidades en nuestro sistema. El cuadro de universitarios viajando de un lado a otro que presenta, por ejemplo, David Lodge en Changing Places dejó de ser inverosímil hace algunos años para los profesores españoles, aunque la disposición para adquirir nuevas perspectivas y conocimientos no se extendió entre ellos en la medida que hubiera sido deseable, ni tampoco fue convenientemente evaluada para el acceso a las plazas docentes. Hay un sector de docentes instalado en rutinas que ya no dan ningún juego intelectual.

Ahora hay poca empatía entre profesores y alumnos, seguramente porque se ha perdido no tanto la autoridad, como a veces se dice, sino el valor educador del respeto en la proximidad. Hace una década había más posibilidades de integrarse profesionalmente en la investigación universitaria. Ahora el paso de la investigación post-doctoral a la plaza profesional en la universidad se ha convertido en un embudo difícilmente superable. Jóvenes que se han estado beneficiando de fondos públicos para ser investigadores tienen que acabar mirando hacia otro lado, con el resultado de que los grupos de edad están peor distribuidos en la universidad española que en otras europeas, como lo está también la distribución por sexos, acentuándose las desigualdades a medida que asciende la jerarquía de un profesorado que se va escindiendo del alumnado.

Así las cosas, faltan desde hace años en la enseñanza superior tanto actitudes para enseñar y aprender como márgenes de inconformismo y crítica que se encaucen mediante un discurso razonado.

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España alcanzó una de las tasas más altas de universitarios de Europa a partir de los años ochenta. La sociedad se ha beneficiado de ello durante un tiempo al incrementarse el acceso a un mejor puesto de trabajo y, en especial, por avanzar en cuotas relacionadas con la ciencia y la tecnología. Sin embargo, alguien tendría que responder ahora de la política que multiplicó desmesuradamente el número de universidades españolas, con el caso de Alicante-Elche como uno de los más llamativos, porque también en ello radica el que estemos a la cabeza de licenciados universitarios en paro. Los títulos que desembocan en un alto número de desempleados o subempleados no son solamente los que se obtienen en facultades sin selectividad, si bien éstas, en el área de Humanidades por lo general, son las que concentran un mayor índice de frustración profesional. Y la frustración genera descontento. Las protestas anti-Bolonia se manifiestan en determinados campus y se presentan con características anti-sistema. Los activistas son muy pocos y ni tan siquiera es seguro que pertenezcan a alguna facultad, pero sin duda ni son todos los que están, ni están todos los que son, incluso en lo que atañe a los centros afectados. Y además los estudiantes no se quejan de su presencia. Las quejas van contra las autoridades.

Los cauces de negociación son cada vez más difíciles puesto que este conflicto es complejo y cae sobre una universidad agresivamente fragmentada. Siempre se ha dicho que la institución académica se resiste a la intervención externa en su organización y competencias. Pero si no se encuentran las bases para negociar internamente una solución, tal vez la represión policial del 20 de marzo en Barcelona se convierta en la primera carga de las fuerzas de orden público contra la universidad pública de la democracia, con el lamentable retroceso que ello significa para la indispensable concordia universitaria.

Carmen Aranegui Gascó es catedrática de Arqueología de la Universitat de València.

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