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Columna
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Quejas, gestos y milongas

Los rituales tienen estas cosas, que decepcionan. El fuego, por ejemplo, se ha llevado los ninots, pero la falla viviente persevera. No hay caricatura burlesca de cartón piedra que pueda superar el gesto de protomártir que transfiguró a Francisco Camps en el momento de ser sometido a los improperios de algunos grupos de romeros en Castellón, ni argumento satírico capaz de mejorar la cascada de quejas en defensa del presidente de la Generalitat que han convertido la escena pública en una pieza de teatro menor con argumentos tan fútiles como exagerados.

"Una sarta de mentiras", alegó con energía marcial el diputado por Alicante Federico Trillo al arremeter contra el sastre de Camps, quien ya se había quejado amargamente de la acumulación de "insidias y mentiras" antes de augurar, en una profecía de tintes casi místicos, que acabará por "resplandecer la verdad" para "júbilo del pueblo valenciano". Mientras llegaban desde la Audiencia Nacional al Tribunal Superior de Justicia las cinco cajas del caso que afecta a dos aforados de primer nivel y a otros dos personajes del PP, el diputado murciano por Alicante, siguiendo un instinto partidista muy acendrado, empezó a urdir una conspiración alrededor del sastre cuyos flecos todavía intentan atar, de forma más bien inverosímil, los dirigentes de la calle de Génova, en Madrid. La teoría sostiene que Camps no suele usar tarjetas de crédito y va por ahí pagando trajes en billetes contantes y sonantes que no dejan rastro alguno.

En la Feria de Muestras, ante una representación de lo más selecto de los empresarios, convertidos en figurantes mudos de un acto de adhesión inquebrantable, Alberto Català elevaba el tono para postular que, quienes quieren "dañar" a Camps, en realidad pretenden hacer daño a "todos los valencianos". Más retórica, pues, cuando algunos piensan que el señor Catalá debería aplicarse, en estrecho contacto con la actual consejera de Industria, Belén Juste, a dar cumplida información sobre los contratos que la institución ferial ha facilitado a la empresa Orange Market, terminal valenciana de una trama de corrupción a gran escala.

"Estrictamente privado", alegaba de nuevo el director de Ràdio Televisió Valenciana, Pedro García, al saberse que compartió una fiesta en Marraquech con el cabeza visible de Orange Market, Álvaro Pérez, imputado por el juez Garzón, con varios empresarios cuyas productoras trabajan para la cadena pública que dirige y con otros distinguidos contratistas de la Generalitat.

Como ya se sabe que la mejor defensa es un buen ataque, a esas alturas el PP disparaba todas sus baterías contra ayuntamientos gobernados por los socialistas. Un despliegue de artillería que tuvo su efecto y pilló desprevenido al alcalde de Elche, quien resultó alcanzado. "Ha sido sin querer", fue la excusa infantil de Alejandro Soler para tapar unas "facturillas" de su partido cargadas a las cuentas de su municipio.

Sólo faltaba Mariano Rajoy, que vino a hacerse una foto relámpago con Rita Barberá y con Camps en la mascletà. "¡Que bote! ¡Que bote!", le gritaban desde la plaza. Y el líder complació al populacho. No así a los periodistas, que fueron contenidos sin contemplaciones y no obtuvieron del político gallego más respuesta que un elogio tópico a Valencia. En ese momento nadie daba ya un céntimo por una explicación al menos razonable del escándalo que arrasa la credibilidad de las instituciones valencianas. ¿Transparencia? ¿Responsabilidad? Como diría el conseller Cotino, "todo son milongas".

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