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Columna
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Que no, que nos sublevamos

La cesión de la parcela de 25.000 metros cuadrados en la histórica zona de Las Vistillas, a través de la que el Ayuntamiento de Madrid pretende sellar sus pactos especulativos con el cardenal Rouco Varela, suscita dos cuestiones fundamentales: una es ética y la otra, estética. Me gusta poco separarlas. De hecho, considero (con Wittgenstein) que no es posible hacerlo, o acaso no del todo si no es forzando el discurso, quizá sólo con un ánimo espurio, aclaratorio. De modo que, en la diatriba que genera este escándalo municipal, como siempre se mezclan, se alternan o se solapan ambos argumentos, el ético y el estético. Digo diatriba porque dan ganas de tirar por la calle del medio y liarse a frescas con Gallardón. Y digo frescas por no decir algo peor, mucho más seco. La calle del medio, en lo que a Las Vistillas respecta, podría ser Bailén, pero habríamos de ponernos belicistas en extremo, así que preferimos tirar por la de Beatriz Galindo, escritora y humanista del siglo XV que por estudiosa iba para monja y por lista acabó de preceptora en la corte de Isabel la Católica. Digamos que pasó olímpicamente de los Roucos de turno, eso sí que es saber latín. O meternos por la calle de Don Pedro, más que nada para encontrarnos con la casa en la que vivió el poeta Pedro Salinas, que hubo de exiliarse del barrio, de la ciudad y del país cuando los Roucos de turno bendijeron la invasión militar franquista, casa en la que aún vive su hijo, el editor Jaime Salinas. O bajar por la calle de San Buenaventura, que aunque no fuera Durruti al menos era seráfico, es decir, franciscano, por lo que nos recuerda al único santo que nos resulta simpático, Francisco de Asís, que amaba y defendía a los animales como criaturas de Dios a quienes se debe el mismo respeto que al resto de la creación, algo que la Iglesia católica, por mucho que se le llene la boca llamándole Grande, ha olvidado de forma persistente y culpable, con sus Roucos de turno bendiciendo las peores crueldades que se infligen contra los animales. Bajamos, digo, por la calle de San Buenaventura y se nos llena la cabeza de serafines, ángeles alados que tal vez sean perros, gatos, toros, ciervos, corderos y linces martirizados. O podemos tirar directamente por la cuesta de los Ciegos, pues no sería de extrañar que nos cruzáramos por ahí con el alcalde homónimo: no hay más ciego que el que no quiere ver o, peor, el que se lo hace con fines no precisamente altruistas, como ya advirtiera Mesonero Romanos para prevenir contra los ladronzuelos que daban el palo a los viandantes por el método de la compasión.

El aparcamiento de 200 plazas para sacerdotes suena a cachondeo, es una regresión a Sor Citroën

Gallardón nos quiere dar el palo. Lo cual es éticamente reprobable, pero estéticamente intolerable: hoy en día, un alcalde que se pretenda cultivado no puede hacernos comulgar con las ruedas de un molino cuyas bibliotecas sean diocesanas y no cervantinas. No en una ciudad en la que apenas hay bibliotecas públicas y las que existen son casposas o están desasistidas. Tampoco nos pueden plantar una residencia de curas en nuestras pocas praderas y nuestros ya más que escasos jardines, máxime si éstos son emblemáticos y forman parte del legado histórico, urbanístico y paisajístico de una ciudad devorada, afeada, entristecida por la avidez del cemento y de un ladrillo no decimonónico. Se perderían 15.000 metros cuadrados de zona verde. Una residencia de curas en una ciudad que adolece de asistencia digna para sus viejos y en la que la Iglesia católica dispone de uno de los mayores patrimonios inmobiliarios, con metros cuadrados más que suficientes para tener a sus mayores bajo techo y hasta bajo palio. Por su parte, el aparcamiento de 200 plazas para sacerdotes suena a cachondeo en una ciudad con tan grave problema de aparcamiento, una especie de regresión a Sor Citroën en la que Gracita Morales y Rafaela Aparicio podrían formar con Ana Botella el trío de las Ozores, no hay más que cambiar la primera vocal. La la la. Y luego tendrían otro edificio y otro más y todo ello, enorme, casi 29.000 metros cuadrados: la llamada Casa de la Iglesia. Porque como no tenemos suficientes problemas de vivienda en el municipio damos más casas a esos señores, que ya tienen muchísimas y también enormes: las casas de su Señor.

En fin, señor alcalde, que no. Que es una cosa muy fea: ética y estéticamente. Que no. Y menos en nuestra Cornisa. Donde tenemos el mar. Donde tenemos los chopos dieciochescos. Donde conservamos vivo el tapiz goyesco. Donde tomamos el sol de camino a las cañas de La Latina, que no es la misa en latín sino la Galindo filóloga. Que no. Que los vecinos, los madrileños estamos en contra de ese plan, dispuestos a impedirlo. Y usted tendrá que oírnos y no venderse al Rouco de turno, aunque sea el genuino, el avaro, el conservador de todo menos de lo que no le pertenece. Que no. Que nos sublevamos, señor Gallardón.

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