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Columna
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Injusticias legales

La pasada semana comentaba en este mismo espacio el desequilibrio, conforme a nuestro ordenamiento jurídico punitivo, entre la gravedad de los delitos y las penas impuestas. Venían aquellos comentarios al hilo de la condena de más de cuatro años de prisión al secretario del distrito Macarena por un delito de estafa continuado. A todas luces desproporcionada. Una desproporción que analizaba desde el punto de vista económico. La estafa de poco más de 5.900 euros no se correspondía con la pena impuesta.

Apenas han pasado unos días cuando el Tribunal Supremo, en sendas sentencias, ha impuesto a dos jueces de Málaga, Antonio Vicente Fernández y Francisco de Urquía, una sanción de inhabilitación de 10 años y 2.160 euros por delito de prevaricación en el primer caso y de dos años de prisión y siete de inhabilitación por cohecho en el segundo.

Los hechos, entre otros, determinantes de estas últimas condenas son la puesta en libertad de dos narcotraficantes sin base legal y devolución de una partida de 160.000 euros en un caso, y aceptar 73.800 euros de Roca a cambio de favores judiciales en otro.

La comparación entre las condenas de las que hablaba la pasada semana y las de estos jueces no resiste el más somero análisis cualquiera que sea el punto de vista desde el que se analice. Ni por las cantidades aprovechadas; ni por la peligrosidad de los hechos y bienes protegidos -la propiedad frente al favorecimiento de delincuentes altamente peligrosos o aprovecharse en mayor o menor medida del expolio realizado por Roca-; ni por los instrumentos empleados, como es el servicio de la Administración de Justicia a favor de sus ilegítimos fines. Y menos a la vista de las penas impuestas, en perjuicio de los autores de un delito de estafa de tan poca monta.

Se podría seguir mucho más, como es el hecho de que si una vez cumplidas las penas de inhabilitación especial estos jueces pueden ser rehabilitados y volver a administrar justicia. Con estas realidades cabe entender que cuando las personas encargadas de velar por el cumplimiento y aplicación de las leyes no son castigadas con mayor rigor es que algo falla.

No se trata de hacer una lectura en el sentido de considerar que los jueces interpretan y aplican las leyes con un criterio más generoso cuando resultan afectados directamente, que podría pensarse y más en los casos de infracciones disciplinarias, sino que, sencillamente, las leyes penales en estas ocasiones no están a la altura de la gravedad de los hechos ni de las circunstancias que han permitido la comisión de los delitos.

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Decía Santo Tomás que "era mejor que todas las cosas estén reguladas por la ley que dejarlas al arbitrio de los jueces". Sin embargo, pese a esta opinión tan docta y tan santa, no parece que deba adoptarse este punto de vista con carácter de generalidad para corregir injusticias. No es necesario. Sí, por el contrario, buscar unas vías por las que la generosidad legal y judicial ante hechos tan repugnantes, como los que dan lugar a la prevaricación y al cohecho judicial, obtengan unas respuestas acordes a esta repugnancia y coherentes con la violación de los bienes afectados.

Tal vez sea necesario que, en los delitos contra la Administración de Justicia, exista una regulación aquiniana, que impida estas benevolencias legales y judiciales. Tal vez el jurado popular sea otra de las vías de solución. Si la Justicia se administra en nombre del pueblo quién mejor que el pueblo para decidir sobre las actuaciones delictivas de sus representantes, y no los compañeros de los delincuentes.

En cualquier caso, y mientras llega una Justicia con medios y con leyes que la hagan justa para toda la sociedad, no está de más volver a destacar que no tiene la misma gravedad que una persona se apropie de 5.900 euros que un juez tome 73.800 por no hacer justicia y otro juez dicte resoluciones inmotivadas que permitan conceder la libertad a dos narcotraficantes. No, no tienen la misma gravedad.

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