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Columna
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Los otros

Regreso de Albania, donde he encontrado una gente maravillosa, pero con bastante mala suerte. No hay más que situarse en el centro de Tirana para comprobarlo. Miras a un lado y chocas de frente con un monumental palacio de congresos de estilo norcoreano presidido por un enorme mural donde se representa al pueblo en armas. Miras a otro y te tropiezas con el neoclásico típico del fascismo italiano, herencia de la ocupación por las tropas de Mussolini. Y si te vuelves, entonces ves una pequeña mezquita, una de las pocas que se salvó del régimen locoide de Enver Hoxha, que declaró el ateísmo religión de Estado, impuso un régimen de terror y destruyó una gran parte del patrimonio cultural del país. Un pastiche interesante, pero problemático desde el punto de vista histórico.

Es hora de dejar atrás el pasado, romper con la imagen de los Balcanes como lugar de odio
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El Imperio Otomano, pese a los cinco siglos de ocupación, no dejó ni una sola universidad y la dictadura de Hoxha obsequió a su gente con medio millón de búnkeres y una sociedad civil completamente destruida. Sobre la imagen internacional del país pesa todavía como una losa la película Lamerica, que retrató la devastación producida por la quiebra del sistema bancario en 1997. Entonces se pensó que una estafa piramidal de tal magnitud sólo podía ocurrir en una sociedad cerrada e inculta, pero gracias a Madoff los albaneses pueden dormir tranquilos, y hasta permitirse sonreír.

Y desde luego que lo hacen. Los albaneses son gente mediterránea y enfrentan el pasado con humor: los búnkeres han dado lugar a una potente industria del souvenir en forma de ceniceros y en el mausoleo con forma de pirámide que Hoxha se construyó han abierto un restaurante llamado La Momia. El alcalde de Tirana, harto de la decrepitud de los edificios, promovió que se pintaran las casas de vistosos colores, lo que se ha convertido ya en una tradición. La ciudad se ha lavado la cara y ahora es una bulliciosa urbe con unas impresionantes montañas nevadas de trasfondo.

He tenido la oportunidad de hablar con miembros del Gobierno y de la oposición, intercambiar impresiones con algunos responsables de institutos de investigación y charlar con periodistas de algunos medios locales. Todos me han impresionado por su inteligencia y la claridad de su visión de futuro, especialmente Rexhep Meidani, que presidió el país entre 1997 y 2002. El mensaje de todos ellos es unánime: es hora de dejar atrás el pasado, romper con la imagen de los Balcanes como lugar de odio, guerras, destrucción, criminalidad y corrupción y comenzar a pensar en los Balcanes del futuro.

Ahí está precisamente la clave: en un futuro europeo. Albania entrará en la OTAN el próximo mes de abril y el acuerdo de estabilización y asociación, que rige las relaciones con la UE, está a punto de entrar en vigor, lo que permitirá inmediatamente al Gobierno solicitar ser reconocido oficialmente como candidato a la adhesión. Albania teme quedarse descolgada en la carrera hacia la UE, pues Macedonia ya tiene reconocido el estatuto de candidato y parece que Montenegro y Serbia presentarán también próximamente sus candidaturas (posiblemente durante la presidencia española). Queda mucho por hacer para lograr la adhesión, pero el país está en el camino correcto. Las próximas elecciones parlamentarias, que se celebrarán en mayo, serán una prueba de madurez, aunque cosas tan obvias como el censo electoral están todavía por completar y la clase política sigue en ocasiones demasiado enzarzada en peleas por el poder que distraen energías de las importantísimas reformas todavía pendientes.

Lógicamente, lo logrado por España despierta mucha admiración en Albania. Nuestro país tiene una presencia destacada en la vida política y cultural albanesa, gracias a una embajada muy activa y a una oficina técnica de cooperación con numerosos proyectos a su cargo, entre ellos, la formación de funcionarios albaneses y la modernización de la Administración pública. Ello compensa las reticencias por un alineamiento del Gobierno español con Serbia que no terminan de comprender: al fin y al cabo, argumentan, Albania ha contribuido muchísimo más a la estabilidad regional. En su memoria está todavía presente la tragedia de Kosovo, cuando el régimen de Milosevic, tras años de asesinatos y torturas, empujó a sus fronteras a más de 700.000 kosovares. Entonces se puso de moda acusar a Tirana de promover una Gran Albania que incluyera a los albaneses de Macedonia y Kosovo, pero la realidad ha demostrado que todo aquello era un gran mito.

A mi vuelta me invade la rara sensación de que en Europa hay hoy en día dos tipos de europeos: los que la tienen (y no la quieren), y los que la quieren (y no la tienen).

jitorreblanca@ecfr.eu

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