La encrucijada de Israel
Estados Unidos siempre ha obrado, obra y obrará con una única preocupación sobre todas las demás en el desarrollo de su política exterior: la protección de sus intereses estratégicos nacionales. Sea con unilateralismo o multilateralismo, Washington sigue la máxima enunciada por lord Salisbury en el esplendor del Imperio Británico a finales del XIX sobre la primacía de los intereses sobre las amistades o enemistades. "Gran Bretaña", sentenció Salisbury, "no tiene enemigos ni amigos permanentes. Sólo sus intereses son permanentes". Israel, y más concretamente el líder del Likud, Benjamín Netanyahu, debería recapacitar sobre la nueva situación en la zona que plantean las nuevas políticas de la Administración Obama antes de mantener su oposición frontal a la creación de un Estado palestino, si es que, al final, consigue los apoyos necesarios en el endemoniado tablero político israelí para formar Gobierno. Porque si se mantiene en el defendella y no enmendalla, se encontrará en colisión directa con la redefinición de prioridades que defiende el nuevo presidente norteamericano. Y Netanyahu, quizá el político israelí que mejor conoce EE UU, que mejor inglés americano habla, lo sabe perfectamente.
En la Administración Obama, el asunto de los asentamientos no genera precisamente entusiasmos
Estados Unidos ha dejado claro, por boca de su secretaria de Estado, Hillary Clinton, en su reciente gira a la zona, que el apoyo de Washington a Israel es inquebrantable y que la Administración Obama apoyará al nuevo Gobierno israelí, sea del color que sea. Pero, de forma sutil, ha criticado la evicción de palestinos de Jerusalén Este y ha prometido que el espinoso asunto de los asentamientos en Cisjordania se trataría de forma preferente en las conversaciones de paz que deberían culminar en la creación de un Estado palestino. Un objetivo también irrenunciable para Washington, en palabras de Clinton. La amenaza nuclear iraní -cerca de alcanzar el punto de no retorno en el umbral de la fabricación del arma atómica-, la caótica situación en Afganistán, el temor a que un Pakistán ya con armas nucleares se convierta en un Estado fallido, la implicación de Siria en la solución de los problemas regionales, todo esto y mucho más hace cada vez más urgente para Estados Unidos la solución, o por los menos el encauzamiento del conflicto palestino-israelí hacia horizontes más prometedores que los que plantean las posiciones prometidas en campaña por Netanyahu -no a un Estado palestino mientras no exista un interlocutor fuerte; sí a una autonomía económica para Cisjordania-, y mucho menos las defendidas por Avigdor Lieberman, líder del partido ultraderechista, pero laico, Yisrael Beiteinu, que amenaza con exigir nada menos que la cartera de Exteriores para apoyar a un Gobierno del Likud, después de abogar por la expulsión de Israel del millón largo de árabes de nacionalidad israelí.
Sólo en dos ocasiones anteriores EE UU ha presionado en serio a Israel en los 60 años de historia del Estado judío. En 1956, el presidente Dwight D. Eisenhower amenazó con la suspensión de toda ayuda económica y militar si Israel no detenía su ofensiva contra el Sinaí durante la invasión anglo-francesa de Egipto tras la nacionalización del canal de Suez por el presidente Gamal Abdel Nasser. La ofensiva se detuvo. El 25 de febrero de 1992, James Baker, secretario de Estado de la Administración del primer presidente Bush, declaró ante el Congreso que Washington se negaría a avalar los créditos por valor de 10.000 millones de dólares solicitados por Israel para el reasentamiento en territorio judío de las decenas de miles de refugiados de la entonces Unión Soviética si Jerusalén no congelaba la construcción de asentamientos. El enroque de un eventual Gobierno de Netanyahu en sus actuales posiciones bien pudiera producir el tercer ultimátum de Washington. En la actual Administración, el tema de los asentamientos no genera entusiasmos. Dos personajes clave, el ex senador George Mitchell, enviado especial de Obama para la solución del conflicto, y el influyente senador John Kerry, presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado y reciente visitante de Gaza, son conocidos partidarios de la congelación de los asentamientos como condición sine qua non para la conclusión del proceso de paz. Por otra parte, la opinión pública norteamericana sigue de forma mayoritaria identificada con la política hacia Israel defendida por el AIPAC (Comité de Acción Política Israel América, en sus siglas inglesas), es decir, apoyo sin cuestionamientos a Israel. Pero al AIPAC le ha salido un competidor, el grupo conocido como J. Street, integrado por judíos americanos, generalmente demócratas, que se declara "pro Israel y pro paz". Su teoría es simple: a la larga, el apoyo incondicional del AIPAC a cualquier política israelí ha sido contraproducente para la seguridad de Israel, ya que ha sido incapaz de alentar políticas que condujeran a un acuerdo con los palestinos. Algo se mueve.
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